02/07/2023
 Actualizado a 02/07/2023
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«La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo...». Este juego dio título al libro de Cortázar que, por capricho del autor, puede leerse de formas diferentes. La tradicional, es decir, secuencialmente desde el primer capítulo al último. Leer del primer capítulo hasta el cincuenta y seis y prescindir del resto. O leerlo en una lectura desordenada, saltando de un capitulo a otro, siguiendo un índice que el autor propone al principio.

El patio de mi infancia tiene dibujado algo parecido a lo que explica Cortázar, pero sin llegar a serlo. Nosotros no señalábamos tierras ni cielos, ni las tizas eran de colores, ni lo llamábamos rayuela. Nos limitábamos a buscar la piedra más plana, un suelo liso donde poder deslizarla y la puntera de un zapato. Lo llamábamos castro y era una de las muchísimas variantes de ese juego con una base común: casillas unidas marcando una ruta, que debe recorrerse respetando una dirección y unas reglas de juego. La visión aérea de nuestra rayuela mostraba un grupo de niños saltando durante meses sobre un dibujo endeble, retocado cada vez que la nieve lo cubría o tras días lluviosos en que la tiza hacía buenas migas con el agua. Y allá por estas fechas, como si San Juan diese la orden, los mismos niños que llegaban por goteo y marchaban por desbandada, emigraban a sus padres y a sus camas, a sus eras y trillas, entregando el internado al silencio y dejando patios llenos de rayuelas que el sol picoteaba comiéndose la tiza, hasta otro otoño, en que regresaban, dueños de los juegos, de la tiza y de los patios, con la piel de las rodillas renovada.

Con los ojos de la madurez, se ve cada una de aquellas vacaciones como una casilla superada en la rayuela, separada de la siguiente por un traslado de nostalgias y un cambio temporal de dirección en nuestras cartas, que formaban de repente telarañas entrelazadas por los caminos de la montaña leonesa, con la complicidad de nuestro querido tren de Feve, dejando en las estafetas puñados de emociones y aquel no contarse nada de un montón de niños que, de tanto compartir inviernos, se extrañaban en vacaciones de verano. Ahora, con la perspectiva del tiempo, emociona imaginar a los otros emisarios, los que cogían el testigo llevando a la espalda confidencias inviolables y aventuras apretujadas que se reducían al hallazgo de algún nido con tres huevos, un renacuajo convertido en rana o una culebra muy larga en un camino. Eran cartas con ángel de la guarda incorporado, que Delfín el de Ferreras esparcía por el valle del Tuéjar a lomos de su bicicleta. Y sin más dirección que ‘Las mellizas’, las mellizas recibían carta de Isoba. O Daniel, el de Barrillos, que sin más señas que «pa Pepín» entregaba a Pepín su carta, que no puede haber tantos Pepines allá por las Arrimadas. Cartas infantiles y nerviosas con caligrafías recién estrenadas, cabalgando a lomos del caballo blanco del cartero de Horcadas. Letras tan inquietas que les costaba permanecer pegadas al papel, soportando la lentitud del burro del tío Vicente, subiendo a duras penas hasta las puertas de Salamón, deseando saltar de las alforjas a la moto de Antonio el de Lois…

Escribo un 28 de junio, día en que se cumplen sesenta años de la publicación de Rayuela y ves en las distintas formas que se te ofrecen para leerlo, la perfecta metáfora con la vida, sus distintas alternativas para recorrerla y un único final para todos. Cada uno de aquellos veranos llenos de cartas tan vivas y alegres que casi se oían risas en el interior de las sacas del cartero, era un salto a un nuevo curso, a una casilla más alta, y otra, y otra… Y cada invierno era una misiva materna llena de morriñas mal disimuladas y preñadas de consejos: aquel “Querido hijo… Tu madre, que te quiere” que encerraba entre dos frases todas las bufandas que deben ponerse en mil inviernos, todo lo que un humano debe comerse en una vida y todas las obediencias que debían acatarse. Frases similares a esa lluvia que no oyes, pero que tanta cala y eran lo único importante del juego que estábamos empezando y tan terciado llevamos algunos. Ahora se ve claramente el dibujo con la Tierra y el Cielo del que hablaba Cortázar. Ya sabemos escalar los días arrastrando una piedra a la pata coja y lanzándola cada vez más lejos porque así lo dicen las bases del juego… hasta la última ronda, en que la piedra se lanza directamente al cielo. Hasta allí me permito lanzar hoy estas letras en memoria de quien un dos de julio lanzó su última piedra y abandonó el juego.

Felices vacaciones escolares a los de la primera casilla. Al resto, si no las hay sería bueno inventarlas, que como dijo el gran Cortázar «para llegar al cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrecita y la punta de un zapato». Eso lo tenemos.
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