Creo que no falla la teoría de que el setenta por ciento de los consumidores no tiene ni idea de lo que está comprando o de lo que va a comprar, pero tampoco se preocupa por saberlo. Es un porcentaje con el que se trabaja muchas veces en investigación de mercados y da buena cuenta del perfil al que se dirige sobre todo la publicidad pero también la manera de fabricar o de presentar los propios productos. Y una lástima, dicho sea de paso.
De los treinta de cada cien consumidores restantes que adquieren un producto, la mitad se interesa por los detalles del artículo pero no le preocupa en absoluto ni los ingredientes ni mucho menos la procedencia de las materias primas con las que está fabricado o las condiciones en las que salió de una fábrica. Por suerte, nos quedan los quince restantes del centenar que sí presta atención al producto, se fija en los precios y discrimina unos de otros similares.
Eso explica por qué se vende tantísima porquería como si fueran alimentos, por ejemplo. Como los roscones de Reyes industriales y descongelados que pueden contener hasta dieciocho aditivos artificiales y aguantar meses a pesar de que van rellenos de algo que hacen pasar por nata. O los turrones que llevan glicerina no sé por qué razón, porque no se hacen en una fábrica de jabones, pero la gente los compra de tres en tres o de ahí para arriba porque la tableta de 200 gramos cuesta 1,99 euros.
Algo similar ocurre con los productos frescos, para los que más de la mitad de la gente que va a comprarlos no se fija en la procedencia y lo mismo le da que las naranjas vengan de Egipto aunque en Valencia y Castellón las estén tirando al ganado o dejándolas de abono en el campo o que la carne de ternera que compran venga de Austria, de Argentina o de otros sitios peores mientras en León, Asturias o Galicia pasa lo que pasa con la ganadería.
Como propósito para este año nuevo que acaba de comenzar, a ver si con más éxito que las intenciones de dejar de fumar o ir al gimnasio de todos los años, si no lo hace, yo le recomiendo también fijarse un poco más en las etiquetas de lo que compra para evitar que intenten colársela tan a menudo.