17/04/2024
 Actualizado a 17/04/2024
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Hace meses que conocí a los hermanos Oury, Daniel y Miguel, y desde que descubrí su forma de vida no he dejado de seguir sus cuentas y sus aventuras que nunca dejan de sorprenderme. Fobias tan comunes como la agorafobia o la claustrofobia, son algo que está lejos de afectar a los Oury, que mantienen una relación con la naturaleza tan audaz como extraña hoy día. Lo primero que me impactó fue verlos recorriendo a rastras, literalmente reptando, tubos bajo tierra que angustiarían al minero más valiente. Me imagino que pueden visualizar esa pesadilla habitual para muchos, que es, precisamente, encontrarse atrapado en una cueva que se va estrechando hasta apenas dejar espacio para que un cuerpo logre pasar. Yo lo he soñado de forma recurrente y a menudo he despertado con una presión insoportable en el pecho y la impresión de estar muriendo en vida. Los seres humanos nos hemos ido distanciando de la naturaleza hasta vivir, en mayor o menor medida, lejos de sus ciclos, de sus signos y señales. Pocos podrían hoy sobrevivir (y disfrutarlo) en situaciones extremas como las que los hermanos Oury viven cual retos y sueños aspiracionales. Recuerdo una encuesta que se hizo en Nueva York hace ya unos años, que puso en evidencia que muchos niños no habían visto una vaca en su vida. Hasta ese punto llega la desconexión, un punto que marca el hecho de no saber siquiera lo que se está comiendo o la forma original que tuvo un día. 

Pero volviendo a los Oury, en algunas fotografías, las que están tomadas en grandes planos generales, en glaciares o montañas, su cuerpo parece fusionarse con la piel del hielo, de la piedra, en una especie de comunión con la madre tierra. Realmente parecen un apéndice más, un pliegue más, un abrazo auténtico. Esas imágenes me trasladan una poesía difícil de encontrar en los libros, porque es la propia vida haciendo arte. Son escenas que llevan al observador a sentir un latido ancestral, el eco de memorias ocultas por capas y capas de civilización que nos protege de la intemperie y al mismo tiempo nos ciega para ver de forma directa el daño que la civilización está haciendo a la naturaleza. Dentro de nuestras burbujas de cemento, remachadas con algo de verde para atenuar el impacto gris, nos movemos cada vez más estandarizados, de un edificio a otro de similares características, de un centro comercial a otro que sólo difiere en su ubicación y de una aplicación a otra que nos provee lo que creemos necesitar inmediatamente, para pronto desear algo más. Creo que volver a establecer esa armonía, y no me refiero a las proezas de los Oury, sino a una experiencia real de la naturaleza, sería buena terapia para todo tipo de patologías y, en concreto, para la desesperación que cala en nosotros mientras nos ahogamos entre agendas locas y adicciones para poder soportarlas. Escuchar los sonidos del monte, pasar horas viendo como cambia el cielo o caminar descalzos sobre la tierra, son gestos pequeños que pueden cambiar mucho. La vida rural idílica no es. Seamos honestos y apartemos los clichés. Tampoco es fácil acostumbrar al cuerpo a que ‘sienta’, y por sentir me refiero al frío, al calor, al esfuerzo físico, pero también al placer y, sobre todo, a la exposición progresiva a nuestros miedos, como una competición contra nosotros mismos. Pero ese fue el consejo que me dio Daniel Oury a mí, y me está funcionando.

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