29/09/2023
 Actualizado a 29/09/2023
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La mujer le da el pecho al niño. Y ese es solo el final. 

Qué sucede cuando por unos segundos el mundo desaparece y la realidad consiste solo en escuchar y esa escucha es un viaje en barca, que se mueve con los vaivenes del mar, un mar plácido, un mar bravo, una tempestad, y luego suave, dulcemente, la barca atraca en la orilla. Abro los ojos y estoy en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid y al sonido del piano-mar le sustituye el de la tormenta de aplausos. Khatia Buniatishvili se levanta, hace graciosas reverencias. El público grita puesto en pie. 

Es una tarde finales de septiembre y he venido a escuchar a esta pianista georgiana que presenta la Fundación Scherzo. El concierto se retrasó diez minutos y el público empezó a dar palmas de impaciencia. Es un público inmisericorde este. Una vez en el intermedio de un concierto, una mujer sentada detrás de mí me tocó el hombro. ¿Tienes abono? Sonreí, no. Pues menos mal, porque estaba pensando en cambiarme el lugar de mi abono para no sentarme detrás de ti, no paras de moverte. Me di la vuelta rápidamente, la sangre ascendiendo por mis mejillas. Hoy me he contenido para no dejarme llevar, para no mover el cuerpo con la música. El piano tiene una cualidad devoradora sobre mí: me hace desaparecer. Cuando lo escucho, escucho las notas, la mano derecha que asciende hacia lo agudo, la izquierda que se acompaña en las profundidades. Es una escucha activa, que intenta comprender, acompañar el intérprete, una escucha con todo el cuerpo. No sé cómo será la experiencia de escucharlo cuando no sabes música. Quizá sea más placentera, menos tensa, más un dejarse llevar. Esta tarde ha sido deliciosamente agotadora. Khatia nos ha zarandeado, ha zarandeado nuestro espíritu durante hora y media entre Mazurkas de Chopin, Rapsodias de Liszt; ha pasado de un repertorio a otro, saltarina, juguetona, ahora ‘allegro’, ahora la matemática precisa de Bach; el pelo revoloteando por encima de su cabeza, por delante del rostro. Khatia no mira el piano, no necesita partitura. Aprendió a tocar con tres años en Georgia y a los seis ya daba conciertos. Creció en un país agitado que acababa de salir de la Unión Soviética, su madre le cosía los vestidos para los conciertos de los retales que encontraba por ahí. Khatia enseguida se convirtió en una celebridad. Hace un rato, cuando apareció en el escenario con un vestido largo escarlata de escote fulgurante, parecía la beldad de un baile del siglo XIX con la desenvoltura de una estrella de rock. Y después, cuando lo abandona, la puerta del fondo, cercana a mi localidad, queda entreabierta. Todavía con los aplausos de fondo, Khatia le da el pecho a su bebé recién nacido. Una pianista-madre. Qué puede haber más valiente y más hermoso, pienso. Y la puerta se cierra.

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