jose-miguel-giraldezb.jpg

Nuestros avatares vivirán para siempre

10/04/2023
 Actualizado a 10/04/2023
Guardar
Toda la tiniebla de la Semana Santa, el luto acumulado de todos estos días que muchos viven con extraordinaria pasión, parece levantarse hoy como por ensalmo, con el regreso a la realidad real, quizás menos divina, pero también bastante angustiosa en los tiempos que corren. Desembocar en el ruidoso caudal de lo cotidiano, después de tantas jornadas dedicadas a lo íntimo, a lo personal, a cultivar el espíritu o, al menos, a practicar una saludable desconexión con el mundo, puede provocar una sensación de vértigo, esa inseguridad que siempre da pisar la dudosa luz del día. Seguramente somos buenos cerrando los ojos, reencontrándonos con el interior, religioso o no, pero abrir bien los párpados ante la realidad excesiva es una tarea de riesgo.

Vienen tiempos en los que se nos ofrecerán otras realidades si no nos gusta la que tenemos. Lo tangible se ha hecho incómodo y a menudo peligroso, aunque vivamos, dicen, en el mejor de los mundos posibles. Hay gente dispuesta a montar una realidad alternativa, ya sea en el metaverso o dejando el diseño del futuro en manos de la inteligencia artificial, el gran asunto de moda. No hay planeta b, al menos de momento, pero sí otras realidades que viviremos en la nube (estar en las nubes ya no es necesariamente malo). Los jóvenes lo ven con pasmosa naturalidad. Quizás saben que este mundo se está desgastando a gran velocidad, con la destrucción de los ecosistemas, la contaminación de las aguas, la plaga infernal de los incendios y, por supuesto, ese elemento tradicional en el que cambian las armas, pero nunca el tamaño del odio: las guerras. Así las cosas, el gran invento consistiría en montar una realidad alternativa, o varias a la carta, y en ello estamos.

La huida de la realidad real, cuando hiere y altera nuestras vidas, es una constante del ser humano. Así se inventó el ocio, desde luego, como compensación al trabajo (el negocio, o sea), y por eso es natural que cualquiera prefiera la semana de cuatro días laborables, que algunos atisban ya en el horizonte. ¿Llegaremos a tiempo? La vida humana es demasiado corta como para dedicar gran parte de ella a combatir nuestra propia infelicidad. Y, sin embargo, en ello nos afanamos, tantas veces sin éxito.

El apego a lo tangible, a lo terreno, siempre fue visto como algo fieramente humano, propio de nuestra condición y de nuestras muchas ambiciones. La alternativa era el desapego de los asuntos mundanos, algo que la religión ilustra a menudo en sus doctrinas, pero ahora el futuro nos prepara universos virtuales y realidades alternativas que nos compensen por todos los sufrimientos, que nos desconecten de un mundo que parece sumido en una deriva de autodestrucción. Si el viejo proyecto de una Tierra habitable empieza a hacer aguas a gran velocidad, la realidad virtual puede echarnos una mano antes de que esta vez nos expulsemos del paraíso a nosotros mismos. Hay intentos por reconstruir la vida humana en la Luna o en Marte, en previsión de lo que pueda suceder, pero ante la perspectiva de viajes difíciles muchos quizás se apeguen al terruño y decidan vivir esas vidas alternativas en las que no huelen las rosas del jardín, pero en las que podrán recrear una vida mágica hasta donde lo permitan los programas informáticos.

Quizás tengamos que conformarnos con alcanzar la inmortalidad de los avatares. Nuestra carne mortal se reinventaría así en ese otro mundo donde los árboles crecerían en segundos, como en los videojuegos, donde no envenenaríamos el agua de los ríos, aunque nunca pudiéramos beberla. Se perfeccionaría tanto el mundo irreal, sometido ahora sí a nuestros caprichos informáticos, que podríamos acariciar el lomo de un gato y quizás sentir la textura de la hierba, aunque no hubiera gato ni hierba: puede que todo esto ya sea posible a estas alturas. Se trata, en efecto, de una forma de resurrección y, también, por qué no decirlo, supondría un capítulo más del hombre en su tarea de alcanzar la condición superior de los dioses. Es una constante de las mitologías, y sin duda se comprende, pues el ser humano nunca ha aceptado del todo su naturaleza mortal, la pérdida definitiva, el sacrificio infinito.

La primavera que se abre ante nosotros se despeja de las tinieblas y los lutos, pero estas flores y esos cielos no están garantizados para siempre. La resurrección que ofrece este lunes y el regreso a la normalidad carnal es sólo pasajera, como bien sabemos, apenas una ilusión. Sin embargo, empezamos a creer en esa eternidad de los ‘big data’, en la imagen que nos va a sobrevivir en el corazón de las computadoras. Esa especie de alma numérica se forma ya a toda prisa en las nubes virtuales, un alma matemática a la que ni siquiera tenemos acceso, pero, que, llegado el caso, flotará sobre nosotros y permanecerá en el vientre del mundo, superará la nitidez de la memoria, no tendrá el calor ni el afecto de los humanos que un día nos recuerden, pero, con frialdad y precisión recordará nuestra biografía, las compras que hicimos en fechas concretas, los libros que leímos y las entradas que adquirimos ‘online’. Nuestra vida digital nos hará probablemente eternos, y viviremos esa condición extrañamente divina sin incluso haberlo solicitado.

Quizás sea también lo que flote en el aire cuando el planeta no soporte ya más a los que lo habitamos. En lugar de quedar flotando nuestro espíritu, o el rastro del amor, permanecerá ese mundo virtual que nos ofrecieron como alternativa para seguir contemplando el mundo perdido, aunque fuera en una recreación que quizás un día se inserte en nuestro cerebro. La inteligencia artificial, tan servicial como heladora, hablará con sus lindos parámetros de la corrección política y presentará el avatar que somos y el cuerpo mortal que fuimos, y lamentará que el mundo haya sido demasiado para nosotros y nosotros demasiado para él.

Tal vez vivamos en un perpetuo decorado mientras el viento levanta las cenizas de los últimos incendios, mientras se avivan los rescoldos en un paisaje desolador, pero en nuestra cabeza bullirán los bits que nos traerán en segundos el rumor de millones de árboles imaginados y el zumbido de las abejas de la infancia, puede que ya extinguidas. Lloraremos en la vejez inevitable y los que aún queden sobre el planeta moribundo se alegrarán cuando hablen con nuestra memoria en red, perfecta y juvenil, estúpidamente optimista, que anuncia nuevas maravillas y estrenos en el mundo virtual, donde nadie muere ya. Al fin habremos alcanzado la perfección y la inmortalidad, aunque para ello haya sido necesario perder la maravillosa imperfección humana.
Lo más leído