12/11/2019
 Actualizado a 12/11/2019
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Aquellos sí que fueron buenos tiempos. La gente salía de décadas de silencios y miedo y había asumido con naturalidad que lo mejor era no liarse por un quítame allá esas pajas y otorgar, elección tras elección, mayorías arrolladoras a unos y otros y que durante cuatro años hicieran lo que les viniera en gana, aunque ello no fuera siempre lo que necesitaba la mayoría.

Eran tiempos en los que las explicaciones se daban cada cuatro años, y eso servía para que las cosas se enfriaran y los escándalos, que los hubo, y el incumplimiento de los programas electorales, que abundaron, se convirtieran en recuerdos brumosos, en asuntos trasnochados, ilustrados siempre en blanco y negro, y por tanto bastante alejados emocionalmente del presente en color que solo entendía de crecimientos, modernidades y progresos.

¡Qué vida regalada! ¡Qué gasto de oropeles y qué plétora de prerrogativas! Y con qué facilidad se perfeccionaba esa máxima de que lo importante es estar en política, no hacer política.

Recordamos aquellas décadas como la de las burbujas, en particular la inmobiliaria, y por supuesto la financiera. Un día estallaron todas y el paisaje se volvió amargo. Porque, aunque sea un asunto poco comentado, otra burbuja estalló al mismo tiempo: esa que se había empeñado en obviar que una democracia parlamentaria se basa en la expresión y conciliación de ideas y posiciones, y que, como no puede ser de otra manera, la sociedad no es una paleta monocromática, de adhesiones binarias y ciegas. De repente la realidad era compleja, el gobierno no es solo el de las voluntades, sino el las ideas y los intereses que se confrontan y se concilian.

¡Quién pillara otra vez esos tiempos! –me parece que piensan aún algunos políticos–. Y como son gente de gran tesón y bastante pagados de sí mismos, creen que la solución es preguntar una vez y otra, todas las que hagan falta, a ver si en una de estas volvemos de nuevo a eso de no hacer mucho ruido por un quítame allá esas pajas.
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