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No caigamos en visiones apocalípticas

20/11/2023
 Actualizado a 20/11/2023
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Ahora que la polarización parece mayor que nunca (y ya era muy grande), quizás ha llegado el momento de pensar un poco antes de hablar, y de acudir a los libros, más que a los tuits. Hace ya años que una especie de plaga se extendió por muchos lugares del mundo, una plaga que propaga la superficialidad y la división radical de todas las cosas entre el bien y el mal.

Lo malo es que esa plaga ha tenido mucho éxito en algunos países, y ya amenaza otros, porque, en medio de la prisa y la banalización general, es más fácil convencer con la simpleza que con la sofisticación. Lo complejo exige esfuerzo, el pensamiento crítico implica lecturas profundas y, sobre todo, lecturas de muy diversa índole. El gran peligro de las democracias reside en esa facilidad que tienen algunos para recetarnos su incontestable opinión sanadora a cucharadas, como quien suministra una dosis sin preguntar por los ingredientes, y, mucho menos, por sus efectos secundarios. Ni siquiera por la posología. Hay que tener cuidado con estos remedios que se ofrecen, por si su consumo a ciegas pudiera llevar al grave envenenamiento del odio.

Nada que objetar, faltaría más, a la discrepancia política. Pero convendría no sacar esa discrepancia del territorio que se le supone a una sociedad civilizada. Y, también, convendría calibrar si las ideas que uno maneja y defiende son tan celebradas y compartidas como uno pudiera creer. Tendemos a pensar, ideologías aparte, que nuestra opinión es siempre mayoritaria, y que, por supuesto, tenemos toda la razón. De ahí que nuestras lecturas (no se debe hablar a humo de pajas) deberían ser plurales, diversas, como es y ha de ser la sociedad. Ojo con las adhesiones inquebrantables. A veces implican un cierto grado de sumisión, cuando no de ignorancia. No es ya una cuestión de defender supuestas verdades absolutas, o eso que algunos llaman, signifique lo signifique, el peso de tradición, como si todo lo tradicional mereciera defensa sin un debate previo, como si la historia no implicara renovación, nuevos tiempos, movimiento, en suma, en lugar de estancamiento y nostalgia. Leamos también las opiniones que nos disgustan, no sólo las que nos dan la razón y nos confirman en nuestra dulce verdad.

En fin, no es nada diferente a la razonable apelación al pensamiento crítico. La superficialidad se ha apoderado de nosotros, como hemos escrito aquí otras veces, y en virtud de ella es muy fácil quedarse en lo básico, o en lo banal, y manipular, por tanto, a muchísima gente. Hoy la información es abundante, pero no siempre a más información hay más conocimiento. Dependerá, claro, de la calidad y la independencia de esa información. Y, sobre todo, de nuestra capacidad para analizarla, filtrarla y ponerla en cuestión si es necesario. Por eso es importante leer en profundidad, y no sólo tuits. Vivimos presos de esa inmediatez que reduce el pensamiento a frases de diseño, a eslóganes de fácil digestión (aunque algunos de los que estamos viendo son, directamente, imposibles de digerir en una sociedad moderna).

Los males de la democracia provienen de la falta de pensamiento crítico y del uso manipulador del lenguaje, algo a lo que contribuyen, sin duda, las llamadas ‘fake news’, que aparecen a menudo de manera estratégica, y la peligrosa deriva del enfrentamiento y la polarización, que se ha enseñoreado de la política y, por extensión, de una cierta parte de la sociedad. Es más fácil alimentarse de las pantallas, cuya luz nos ciega, que hacerlo de los libros, quizás porque la velocidad y el vértigo nos llevan a consumir esa comida rápida de la filosofía que suele aflorar en las redes sociales, o en algunas tertulias, o en los eslóganes que tan alegremente nos agitan y nos mueven. No sólo hay una banalización que a veces parece derivada del desconocimiento, sino una tendencia peligrosa a la infantilización, a la puerilidad más absoluta, como estamos viendo también en muchas de las expresiones que oímos estos días.

La mayoría de estas cosas no parece explicable en países que celebran ya una larga tradición democrática, pero ya ven lo que sucedió en Estados Unidos. El episodio rocambolesco y esperpéntico del ataque al Capitolio supuso la culminación de una clara división de la sociedad, pero, sobre todo, puso de manifiesto el verdadero peligro que corren las democracias, y ese peligro, en aquel caso, provenía directamente de la no aceptación del único mandato insustituible y sagrado, que es el mandato de las urnas. Las democracias son garantistas, hasta tan punto que admiten entre los contendientes a partidos que pueden llegar a ponerlas en cuestión, por razones diversas. En una democracia se pueden defender muchas, muchísimas cosas, y lo estamos viendo ahora mismo, y así ha de ser si amamos el espíritu de la libertad. No hay mayor grandeza que la diversidad, la pluralidad, y es tarea de la política acercar las ideas diversas, encontrar el camino para convivan, porque nada hay contra la discrepancia, ni puede haberlo. La democracia no debe moverse un ápice de lo que se le supone a una sociedad civilizada y evolucionada como es la nuestra. Nada debe hacernos caer en ningún abismo, nada nos debe envolver en visiones apocalípticas.   

A menudo pienso, o quiero pensar, que Europa tiene armas intelectuales y sociales suficientes para imponerse a los que intentan desestabilizar los sistemas políticos democráticos. No puedes pensar otra cosa de un territorio tan múltiple y diverso, que ha articulado el mejor proyecto político de los últimos siglos (con todos sus errores), que suele poner por delante la razón y la ciencia, elementos, yo día, básicos para construir una sociedad moderna. Un territorio amasado sobre múltiples civilizaciones, encuentros de toda índole, también conocedor del terror y la sangre, de guerras terribles (incluso en el presente), una tierra de pensadores, de intelectuales prodigiosos, pero también de poblaciones que han luchado desde la antigüedad por construir sociedades complejas y dinámicas, que no se doblegan ante el maniqueísmo, ante la simpleza. No, no es posible que nos dejemos arrebatar lo mejor que tenemos.

Aunque de pronto parece que vivimos días extremados y violentos, estoy muy seguro de que una amplísima parte de la sociedad española, más allá de las ideologías, no aprueba algaradas, ni amenazas, ni se adhieren a una visión sin matices de la vida de este país, ni abrazarían jamás tiempos felizmente superados. Ya sean contrarios o favorables a los pactos de investidura de Sánchez. Quiero creer que vivo en un país moderno, abierto, diverso, que escucha y habla, incluso en medio de grandes dificultades, porque nuestra historia nos ha enseñado muchas cosas que más valdría no olvidar.

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