18/01/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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Resulta fascinante (y deprimente al mismo tiempo) comprobar la irresistible admiración y caída de baba que provocan los llamados ‘triunfadores’. Sí, aquellos personajes que con justicia o no (y eso sí que duele) disfrutan de una vida cargada de éxito, felicidad, sin taras físicas o mentales, y sobre todo, con dinero a manos llenas. Y si después el mito cae en desgracia, apaga y vámonos. El morbo se multiplica y cualquier cadena de televisión estará dispuesta a contar, en forma de serial, la historia del ídolo con pies de barro. Así lo hicieron no hace mucho con Mario Conde, ladrón de guante blanco (fina traducción de ‘chorizo’) que revolucionó a buena parte del género femenino en la década de los 90 con su gomina, su carbonizado moreno de rayos UVA (Ana Mato es digna sucesora) y sus maneras de ilustrado caballero (sí, me voy por las ramas, lo sé).

El caso es que nunca me gustaron estos ‘ganadores’, quizá porque nunca seré uno de ellos. Y con el paso del tiempo crece mi simpatía por los derrotados, los humillados, aquellos que de una forma u otra se han enfrentado cara a cara con el infortunio asumiendo el fracaso por inevitable y en ocasiones hasta merecido. Considerando que yo también soy un ‘perdedor’ de armas tomar, suele venirme a la memoria de forma recurrente el feroz combate escenificado en la gloriosa y biográfica película ‘Toro Salvaje’ (1980) de Martin Scorsese. El indomable boxeador Jake LaMotta debía enfrentarse a su archienemigo Sugar Ray Robinson el 14 de febrero de 1951, a la postre otro sangriento San Valentín y sexta y última vez que ambos púgiles cruzaron sus puños. LaMotta era el campeón, si bien ya se mostraba desgastado por su caótica vida personal y su mala cabeza, la misma que le llevó a la cárcel años después. En el presentimiento de una más que posible derrota, Toro Salvaje prometió que no caería. Y así fue. La tremenda paliza que recibió por parte de Sugar Ray en los dos últimos asaltos no fue suficiente para derribar al boxeador originario del Bronx. Le despojaron de su corona, pero no besó la lona.

Para un cinéfilo empedernido que no cuenta con el consuelo y apoyo espiritual que confiere, qué sé yo, una religión cualquiera, el simbolismo de esta escena se muestra tan irresistible como gratificante. Si vamos a perder (o a morir, puestos a dramatizar), que sea con actitud y dignidad. Busquemos un gesto para alimentar, al menos, nuestra maltrecha alma. Quién sabe, si ahora no caemos, quizá la victoria aguarde en el próximo envite.
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