Estos días parece que está de moda decir lo poco que apetecen las Navidades, las ganas que todo el mundo tiene de que pasen y los muchos retos que se afrontan en unas fechas en las que, quien más, quien menos, el mayor problema puede ser gestionar alguna incómoda visita familiar que la previsión termina casi siempre matando (salvo sorpresas y cuñadeces, que también las hay).
Me van a perdonar, pero a mí me gusta la Navidad, más ahora que en casa tenemos un pequeño terremoto ya perfectamente consciente de quién es Papá Noel o los Reyes Magos, mucho más incluso que familia cercana. Más allá de eso y de que obviamente estas fechas tienen sus inconvenientes, pero lo cierto es que no puedo encontrarle la parte mala a unos días en los la única parte mala de poder reunir a gente a la que durante todo el año las obligaciones les aprietan es la digestión que viene después.
Tiempo tendremos de volver a escuchar el traqueteo de las maletas camino del aeropuerto o de las estaciones de tren o de autobús, de maleteros cargados y de una vuelta incierta. Ojalá todo el año fueran Navidades en León, porque precisamente esa sería la ciudad que a mí me gustaría vivir cualquier día del año (lo del frío de estos últimos días podemos negociarlo). Es el León de estos días el lugar al que aspiramos los pocos que quedamos aquí.
No se equivoquen. No importan las luces, los mercados, la magia, las cenas o los regalos. Importan las personas, que esa cena que has organizado con tus amigos de siempre no haya que gestionarla con 3 meses de antelación o que haya que abrir la mesa grande del comedor más a menudo. Ojalá fuese Navidad todo el año... y esto sí que no es una pose.