07/02/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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Aquellos que vivieron la antigua EGB recordarán que en algún momento de los ochenta se pusieron de moda las actividades extraescolares al mismo tiempo que los estuches Pelikan, los chicles Boomer o las bicis Akimoto. Después de clase, la chavalada estaba obligada casi por ley a socializar lejos del pupitre y a ser posible más allá del patio. Tras probar con el judo, la natación y los boy scouts, me centré en el fútbol. Nuestro equipo era el Loyola, vestíamos de amarillo y jugábamos en los campos traseros de Jesuitas. En mi corta carrera futbolística, la que va del primer año de cadetes al último de juveniles, solo anoté dos goles. El primero lo logré atravesando todo el campo a la salida de un córner y el segundo, debo decirlo, molestando en el salto al portero visitante. Existe un tercero que lo guardo como propio pues lo marcó mi primo Isra en La Bañeza con La Llanera a rebosar. Quien les escribe era muy malo en el regate, de cabeza solo despejaba y nunca me dejaban tirar las faltas ni por supuesto los penaltis. Mi mejor destreza, la más notable y recordada, consistía en sacar de quicio a Marcelino Santos Burón, el mejor entrenador que he tenido. Yo era de esos que no se arrugaban a la hora de meter la pierna, pelear un balón dividido o perseguir al delantero rival hasta la extenuación. El problema empezaba cuando abandonaba la defensa en busca de una utópica remontada para desesperación del míster, cuyos gritos se oían en la capilla del colegio. Había olvidado gran parte de esos recuerdos hasta que el domingo pasado, de visita en Liverpool, pisé el césped de Anfield como regalo de cumpleaños. El lugar impresiona. Construido en 1884, esta catedral de la religión balompédica solo se entiende a través de la gente que llena cada una de sus cuatro tribunas, entre ellas la mítica ‘The Kop’. Tuve la suerte de acceder desde la sala de prensa al vestuario local, tocar un letrero que intimida y subir las escaleras que llevan a la gloria. Allí sentí, veinticinco años después, que Tejerina, Pablo o Valeriano se pondrían los guantes de portero y que yo defendería mi posición de central con Carlitos o Darío al lado. Por unos instantes giré la cabeza de izquierda a derecha para asegurarme que Oliver y Pizo ocupaban los laterales mientras Javi Alonso y Roberto les daban continuidad por las bandas. Antes de que toda la ribera del Mersey entonase el ‘You never walk alone’, Beto y Jorge mi vecino ya habían tomado posesión del medio campo. Ahora solo quedaba que Diego y Butra acertaran pronto de cara al gol que tampoco era plan de joderle la tarde a Marcelino en Anfield.
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