28/02/2024
 Actualizado a 28/02/2024
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Qué tendrá esta ciudad que en los días grises parece que en la calle suena, como en un hilo musical, Chasing Raindrops de Shay Walsh. 

Dicen que en Madrid una de cada dos personas es autóctona, lo que significa que muchos, incluida yo, hemos llegado aquí por diversos motivos y la ciudad nos acoge en el trasiego de gentes que cada día se buscan la vida desde Tres Cantos a Getafe y en los barrios acomodados del centro, esas calles impolutas alrededor del parque del Retiro. Madrid es muchas ciudades al mismo tiempo. Posee el anonimato de la gran urbe, esa utopía para las ciudades de provincia en las que es imposible caminar cien metros sin encontrar una cara conocida. Es ese anonimato de las películas en las que dos desconocidos se aman en una habitación de hotel y se despiden para no volver a encontrarse jamás, el anonimato que envuelve las novelas de misterio, de clubes nocturnos y crímenes sin resolver. Pero también es difícil imaginar una soledad más honda que la de una ciudad como esta, salvo quizá en Paris o Nueva York. 

Escribo sobre ella a menudo, sobre la soledad. En concreto sobre la soledad de los desdichados, de los outsiders, esos que ya se han quedado fuera del sistema, por su edad, por sus adicciones, por su miseria que les impide prácticamente salir de casa y participar de la vida social, de la fiesta de la vida compartida.

Porque hay otras soledades, buscadas, incluso diría sofisticadas, resultado del hartazgo social o de una búsqueda espiritual con tintes Zen. El caso es que me parece fácil comprar amabilidad y compañía, cuando se tiene una buena cuenta corriente. Claro que quizá no es la compañía añorada, o el amor que se fue, pero en una posición favorecida, siempre habrá una sonrisa a la entrada de un local, un regalo de bienvenida, una vela sobre la mesita del café y alguien que querrá compartir una copa de champagne y unas fresas. Es la soledad de los que no tienen la que me suele rondar cuando pienso en un personaje que nada a contracorriente en la gran ciudad. Entiendo el lenguaje de algunas películas de Isabel Coixet o de la reciente Fallen Leaves de Kaurismäki, en las que el protagonista llega cada día de su empleo a un apartamento perfectamente silencioso, en el que se calienta una bandeja precocinada y cena bajo el arco de luz de una bombilla desnuda. De alguna manera comprendo a estos personajes cuando beben más de la cuenta y caen a plomo en la cama deshecha desde la mañana y aún con lo puesto, zapatos incluidos. Entiendo el deseo simple de ser abrazados, de viajar para estar cerca del mar o de la algarabía de un mercado extranjero. Y comprendo que puedan sentir como Blanche Dubuois en Un Tranvía Llamado Deseo, que dependen de la amabilidad de los extraños. 

Madrid es una ciudad de contradicciones. Y así, puede suceder que en una calle estén abriendo un bar, en el que un grupo de estudiantes brinda por la vida mientras que, en el edificio contiguo, la Policía Nacional encuentra el cadáver de una anciana que ha fallecido sola hace más de dos semanas. Madrid, Madrid Blues. 

 

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