29/11/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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Si fuiste a la EGB casi seguro que tienes un quiosco o quiosquero preferidos. El mío, cuando era pequeño, estaba situado en una esquina junto a la Parroquia de San Francisco de la Vega, la más genuinamente obrera en esta ciudad y todo su alfoz. Me acuerdo que allí mi abuela Trini nos regalaba sobres sorpresa de ‘Monta Plex’ y lo mismo te podían tocar unidades de la Legión Francesa que un grupo de combate neozelandés. Ya en la adolescencia, con el primer cambio de barrio, tuve que buscar alternativas. Mi hermano, por ejemplo, era cliente habitual del quiosco que creo todavía existe frente a la ‘Carnicería Manolo’ en la avenida Mariano Andrés, tanto que siendo un guaje casi le atropella un coche en su loca carrera hacia un botín de cromos y gominolas. Mi elegido por aquella zona era uno con caseta y tejadillo que se levantaba entre la ‘Cervecería Jufer’ y ‘Casa Tino’ muy cerca de ‘Studio 27’. Mientras llegaba el bus que nos transportaba a Jesuitas yo soñaba con ser quiosquero para leer todas las revistas posibles, hincharme a ‘Peta Zetas’ y tener suficiente repuesto de peonzas. Años después quién les escribe solo transitaba los quioscos para comprar cigarrillos sueltos, pues era el cabeza de familia el que adquiría la prensa camino de la oficina. En época universitaria a punto estuvo de partirme la cara un tipo cuyo peluche preferido, regalo de su novia zamorana, había sido raptado. Los secuestradores mandaron una foto del rehén con los ojos vendados y letras recortadas de diferentes periódicos para componer una única frase: "Paga el Canal Plus o nos cargamos al pato". Pensaban mis contemporáneos en esa residencia que solo los estudiantes de Periodismo podían ser los culpables, como si tener las manos manchadas de tinta negra y una máquina de escribir fueran suficientes pruebas. Volviendo a nuestros días decidí hace poco elegir a mi quiosquero preferido. Me bastaba que fuera amable, que nos conociéramos de toda la vida y aunque vengo poco, que estuviera en León. Se llama Luis, ronda los cincuenta años y empezó a trabajar en el negocio familiar situado en plena plaza de San Marcos cuando apenas tenía quince, solo unos meses después del "¡Se sienten, coño!" que inundó tantas y tantas portadas. Me dijo hace unas semanas que se acordaba de mi cuando yo era pequeño y el todavía un adolescente. Durante unos segundos vi pasar la vida de un fogonazo porque, al igual que Rilke, siento que «la verdadera patria del hombre es la infancia» y aquellos quioscos, añado queridos lectores, sus últimas banderas.
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