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Luis Mateo, mañana en Alcalá

22/04/2024
 Actualizado a 22/04/2024
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Mañana, 23 de abril, Luis Mateo Díez estará recibiendo el Premio Cervantes en Alcalá de Henares. Y uno tiene para sí que, con permiso del Nobel y su salón azul (una vez estuve allí de visita, mientras pasaban la aspiradora y recogían los restos de la ceremonia, que había sido la noche anterior), el Cervantes es para un autor la más alta ocasión de toda su trayectoria, el momento de máximo reconocimiento, pues poco, o nada, puede compararse a esta unión con el autor del Quijote, cabalgando sobre la espalda del tiempo. 

Yo sé que Luís Mateo Díez le quitará trascendencia a la cosa, con su gusto por la desmitificación y empleando, como suele, el humor fino de esta tierra, pero el Cervantes es el Cervantes, palabras mayores, nunca mejor dicho, y, por si fuera poco, el escenario también ayuda a la grandeza. Pues Alcalá tiene ese regusto de varias capas de historia y literatura, esa atmósfera inigualable y libresca de la que es imposible no gozar. 

Su gran amigo José María Merino, en el mano a mano entre los dos que ayer publicaba ‘El País’, le llamaba príncipe, o sea, príncipe de los ingenios, o, al menos, heredero directo. Y no sin razón. Porque ingenio y mucho es el que rezuma su literatura, a caballo, sí, a caballo como Don Quijote, entre los territorios de la realidad y la fantasía. Esa reivindicación de la absoluta posibilidad de lo imposible, ese dejarse llevar por el extravío, que implica tomar el camino al azar, o el camino equivocado, y a pesar de ello celebrarlo, es algo que Cervantes pone en marcha en cada capítulo del Quijote. Y seguramente se parece al diseño de una existencia bien vivida. Aquella en la que todo va un poco a la deriva, según sople el viento, aceptando los golpes del oleaje, en lugar de porfiar en las rutas habituales, cuyo destino se conoce ya de antemano, lo que nos quita la sal de la vida. 

Al igual que Merino, Luis Mateo Díez es un escritor muy quijotesco y muy cervantino, o viceversa, como lo son también muchos de sus personajes. Ayuda, claro, ese físico (el de ambos, todo hay que decirlo), esas facciones, ese talle enjuto, y esa mirada en la que está agazapada la ironía como los animalillos del monte, e incluso un humor más salvaje que se atisba bajo la luz rompiente de los relámpagos verbales, pero que ellos atemperan con formas exquisitas, con su bonhomía y saber estar, aunque todos sabemos que en no pocos de sus personajes anida esa pasión por la libertad sin cercados, que debería sentir siempre el ser humano, y que, sin embargo, a veces se percibe como el desempeño de los locos, que no saben las reglas del mundo. 

Mañana, pues, Luis Mateo adquirirá esa condición de príncipe, que ya tantos le atribuíamos, y Cervantes se sentirá complacido, allá en la ínsula de los poetas, de recibir a alguien que ha cuidado tan bien de la casa de las palabras. Pues, si algo hemos de decir de Luis Mateo, como de Merino o Aparicio, por citar el equipo completo de tantas jornadas, y que también podemos afirmar de numerosos escritores de esta parte, es que han hecho del ejercicio de la prosa una labor de alta relojería, un trabajo de precisión que tal vez ya no se estila tanto, en este tiempo de aceleraciones y superficialidades. El fulgor de las viejas narraciones, que descansan en el aprendizaje infantil, en la oralidad de los inviernos, donde se fraguaba la posibilidad de que llegara de pronto un viajero, o se escuchara el aullido de los lobos, otorga a sus historias un aire reconocible y diferente, un sabor que sin duda proviene de los territorios fundacionales, donde lo popular se funde con lo mítico, donde la ensoñación se funde con las realidades más domésticas. 

La prosa extraordinaria de Luis Mateo Diez, constructora de mundos memorables, no renuncia a la sorpresa ni al extravío de los hombres, pues sabe bien el autor de Villablino que es en ese lugar, el de las decisiones imposibles, el de las encrucijadas, el de los caminos mal elegidos, donde se amasa el espíritu de las verdaderas historias. Y así, como en el Quijote, la existencia tiene mucho de azar y de ensoñación, sin que sea más seguro vivir atado a lo que la razón dicta que a la visión que propicia el desvarío, donde a veces reside la felicidad. Celama se dibuja entonces como un territorio propio en el que, según Merino, Luis Mateo vive de forma permanente, no sólo porque él es su arquitecto, sino porque es allí donde encuentra el verdadero cobijo, y la solución de los males, y ese territorio no es otro que el de la imaginación, que cada uno puede componerse a su modo y manera. 

Como ya escribí aquí el día en el que se supo que Luis Mateo Díez era el nuevo Premio Cervantes, hace ya bastantes años que no me encuentro con él para recordar alguna de aquellas estupendas conversaciones del pasado. Mayormente en Madrid, y, claro es, en las proximidades de la Plaza Mayor, territorio también de Luis Mateo, como es bien sabido. Mucho envidio al director de este periódico, David Rubio, acompañado de Laura Pastoriza, que hace unos días lo visitaron (en la página web del diario pueden regalarse con la excelente conversación cuantas veces quieran). Con Merino he hablado en más ocasiones últimamente, y en todas hemos celebrado esta excelente literatura, esta vertiente quijotesca de nuestros autores más cercanos, que mañana se verá premiada en Luis Mateo, pero que, en realidad, recoge el cuerpo y el espíritu de toda una forma de escribir, que tiene componentes colectivos, como las narraciones orales del invierno, y que se funda en algo que Luis Mateo destaca en sus entrevistas: el poder de la verdadera amistad.

Estos autores, que vertebran hoy la gran literatura de este país, no están frisando los ochenta, como Cervantes diría, sino que incluso los superan, y, sin embargo, no han renunciado ni por un instante al ejercicio de la literatura, no hay querido desprenderse, ni siquiera ante los obstáculos inevitables que trae la vida, y los inconvenientes que a buen seguro acarrea la vejez (uno ya empieza a comprobarlo también). De eso ha hablado Luis Mateo en alguna que otra entrevista («la vejez es una gran estafa», le dijo el otro día a Antonio Lucas).
Pero lo cierto es que nuestro flamante Cervantes, sin perder atisbo de humor, sigue activo, dejándonos una cosecha memorable de títulos, abundando en su territorio protector, amparado en la imaginación que nos salva de todo mal. Seis o siete novelas, dice que tiene, en la nevera o en el arca, y una, ‘El amo de la pista’ (ya imagino su ramalazo de ironía) acaba justo de aparecer. Larga vida a Celama y a todos sus seres, larga vida a Luis Mateo y a todos nosotros, y larga vida a Cervantes, que se rencarnará mañana en Alcalá.

 

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