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Los ojos de los pájaros

20/11/2022
 Actualizado a 20/11/2022
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Recuerdo una infancia ordenada en cajas. Estaban las de cosas importantes, las útiles y las de guardar los secretos. Las de cosas importantes contenían de todo menos algo de importancia y solían ser de hojalata o de cartón, antes nidos de galletas, membrillo y zapatos de domingo, reconvertidas en arcas de tesoros. Cinco tabas blancas, regalo del abuelo cuando se perdió la roja, un puñado de piedras semi trasparentes que el sol convertía en diamantes, seis canicas y una peonza que sirvió para cerrar el negocio del siglo, el fichaje de Gento y Puskas, los dos cromos imposibles que agotaban propinas sin conseguir completar el álbum de futbolistas. Por aquel entonces, las esquinas no eran esquinas, eran escondites y las eras, campos de fútbol sin árbitro ni reglamento. El campanario era el torreón que dominaba el valle a conquistar y los carretes de la abuela ya agotados, cochecitos dirigidos por un cáñamo y un palo, que corrían como demonios. Todo lo inservible mutaba en juguete y los niños jugaban la vida porque había tiempo y espacio para ello, menos cuando el cura o el maestro andaban cerca. A ellos se les rendía respeto, se les trataba de usted y en su presencia se escondía el bote de grillos, no fuera a suponer confesión con penitencia, por lo de que también eran criaturas del Señor. Pero en cuanto se perdían tras el paredón de la iglesia, las piernas corrían de nuevo porque los charcos y las cuestas no estaban allí en balde. Los charcos se usaban como deben ser usados y las cuestas se subían, bajaban y rodaban hasta que el cansancio o el hambre los empujaban a casa, rebozados en barro y con las rodillas sangrando. La abuela, sin mediar palabra, desaparecía y regresaba armada de palangana y alcohol mientras el abuelo torcía el gesto sujetando la risa y, cruzando una fugaz mirada con el herido, aprobaba el descalabro y zanjaba el asunto con su eterno «Son cosas de niños…» para acallar los refunfuños maternos.

Ese era el protocolo en un tiempo de infancias sin más juguete que el mundo visto por ojos infantiles ni más miedos que el coco y la vieja el monte, inventados por adultos para dar suspense a la ausencia de peligros. Y si un día se torcían el dictado o la pedrada y llegaban cabizbajos, una mano en la frente adivinaba si hacía falta una infusión milagrosa para una dolencia del cuerpo o la rodilla del abuelo para sentar una pena infantil, curandero de almas pequeñas, que deslizaba un caramelo en su mano mientras le decía algo al oído. Y no era el caramelo lo más dulce. Era aquel «que no se entere tu madre» de un viejo cómplice y gamberro, mientras la madre meneaba la cabeza de espaldas a ellos, fingiendo no enterarse.

Hoy es el Día Mundial de la Infancia y se recordarán los derechos de este colectivo pequeñito que, si ya era vulnerable, en estos tiempos de vértigo es casi misión imposible mantener a salvo de los lobos de las calles y de los fantasmas que acechan tras ventanas virtuales, a las que permitimos que se asomen, antes que a las físicas, siendo más peligrosas. Hoy se hablará de violencia psicológica o física, suicidios, acoso escolar o virtual, desamparo… De problemas psicológicos que no son otra cosa que exceso de peso en su pequeña mochila mental y cansancio provocado por el ritmo de un mundo frenético. Demasiado ruido y prisas. Demasiado de todo. Solo hay escasez de tiempo para nosotros mismos y para ellos, para ayudarles a recomponer su mundo y a vivir en calma.Ahora que hay carriles para todo, convendría pintar un carril lento para niños a la orilla de la vida. Obligatorio reducir velocidades, seleccionar temas y tonos y evitar que misiles, epidemias, crisis e histrionismo atraviesen telediarios e inunden los salones con ellos presentes. Quizá les estamos exigiendo ser adultos a jornada completa y necesiten, al regresar del colegio, poner el pijama de ser infantiles y ejercer de niños donde la sociedad no les impone nada. Y si encuentran la vida muy alta, agacharnos nosotros, colarnos en su infancia, tumbarnos a lado de sus temores, pedirles que nos cuenten un cuento de miedo y creérnoslo. Quizá no sea inventado porque ellos suelen saber de lo que hablan.

Cuenta un relato de Galeano que, durante la dictadura militar uruguaya, en una cárcel llamada Libertad, los presos no podían dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros. Un día, un maestro torturado y preso recibió la visita de Milay, su hija de cinco años. Llevaba un dibujo de pájaros que el padre no llegó a ver porque los guardias lo rompieron en la misma puerta. A la semana siguiente la niña regresó con un dibujo de árboles cuajados de puntitos de colores. Cuando el padre preguntó qué frutos eran aquellos, Milay le contó con mucho sigilo que eran los ojos de los pájaros, escondidos entre las ramas. Podría dudar de Galeano, pero si Milay aseguró haberlos puesto allí, nunca unos pájaros fueron tan reales y cantaron tan alto como aquéllos, en la celda de un preso. Eso es la infancia.
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