13/01/2018
 Actualizado a 16/09/2019
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Cuantos vivimos en áreas eminentemente urbanas percibimos los grandes incendios forestales a causa de la atmósfera contaminada por el humo. Eso nos ha sucedido en 2017, año en el que la provincia leonesa, sus montes de La Cabrera, El Bierzo y Laciana, en abril, agosto u octubre, han sido una tea gigantesca. A las 9820 ha abrasadas en el incendio de Losadilla, se han de sumar las 1521 del de Silván, 1251 de Bouzas, 798 de Santalavilla, 719 de Sosas y 573 de Matalavilla. Detrás de esta inmensa superficie abrasada, cercana a los 147 millones de m², han estado en vilo los pocos habitantes que aún permanecen en estos singulares pueblos, y no pocos han llorado con desolación por un campo que disfrutaban en su esplendor y ahora es tierra calcinada.

Los medios y gastos sufragados en esta catástrofe no son despreciables. Aunque siempre se ha de exigir a la institución competente, en este caso la Junta de Castilla y León, un esfuerzo mayor, como a la hora de garantizar unas brigadas con estabilidad en el empleo y una consideración acorde con su gran riesgo. Medios terrestres y aéreos de la administración autonómica, más la implicación de la UME y del Ministerio de Medio Ambiente, con efectivos que han llegado a superar, en el caso de Losadilla de Cabrera, las 600 personas, han luchado denodadamente contra unos lagos de fuego, aventados en tan gigantescas llamaradas que parecían una venganza de Vulcano. Dado que todos estos incendios, o casi todos, han sido provocados, con la elección del mes, día y hora adecuados para causar el deseado estrago, cabe preguntarse cuáles son los motivos que los inducen y por qué es un reto tan difícil el atajarlos.

Partamos del hecho de que el fuego en los montes es un recurso tradicional para renovar el pastizal o el cultivo. Pero ha habido cambios que inciden en la actual propagación. El suministro del gas butano en la mitad del siglo pasado, y el gasóleo más recientemente, han obviado el uso doméstico de la leña y el carbón vegetal originados en el entorno. La ganadería que, en su deambular para alimentarse, producía labores de limpieza, antes era más extensiva; así, con palabras de Maxi Arce, de niño pastor y perenne tamboritero, ‘las cabradas’ subían a lo alto de la montaña y comían del brezo ‘la carqueixa’ y ‘el pechugo’. ‘Las quemadas’ esporádicas por los pastores con el fin, después, de arrancar los ‘tuérganos”, eran anuales, y servían para fuego casero; los nuevos brotes actuaban de cortafuegos, porque no ardían, y las ramas secas se aprovechaban como ‘lumbreiros’ en las cocinas. En los quiñones, los usufructuarios quitaban las zarzas…; el entorno mismo de las viviendas, o edificios de ganadería y labranza, estaban cuidados. Estas causas dan cuenta, en parte, de cómo se ha roto el equilibrio entre la naturaleza y el hábitat del hombre; y de la desaparición de un ancestral vocabulario.

La raíz del problema se halla en el éxodo rural iniciado en los pasados 60, que ha provocado la ascendente despoblación y envejecimiento de los lugareños de muchos pueblos leoneses; han desaparecido, de esta suerte, labores comunales y obligaciones individuales, arbitradas por los concejos. Los pueblos anteriormente mencionados no cuentan apenas con población; entre 40 y 150 habitantes oscila el número de empadronados. En estas circunstancias todo se fía a la administración. En puridad, el tema del fuego tenía que ser un asunto de evaluación profunda por parte de los partidos políticos, pues carecemos de un debate y análisis serenos sobre si la estrategia y medios actuales, así como si la contratación y rendimiento de parte de los mismos son mejorables.

Sin olvidar nuestro compromiso de ciudadanos. Por poner un caso, uno de los grandes inconvenientes para atajar un fuego es el tener que dar prioridad (por supuesto, imprescindible) a la seguridad de la población, dado el estado de sus entornos, en ocasiones con la maleza invadiendo puertas y ventanas. Si en los pueblos se asumiese la obligatoriedad de mantener en buen estado los espacios urbanos y las fincas particulares, en los extremos que contempla la orden autonómica FYM 510 / 2013, concretamente con la dotación de una franja de 25 m de ancho, libre de vegetación y con la masa arbórea aclarada, partiríamos de una situación aventajada y de ‘autoprotección’. Igualmente, si se llevasen a cabo las medidas recogidas en los Planes de Ámbito Local (del Infocal) ante emergencias por incendios forestales. Así lo reconocen los responsables técnicos, como el jefe, en León, de la Sección de Defensa del Medio Natural, Pedro Bécares.

Sin la participación de ayuntamientos o juntas vecinales el anterior propósito es difícilmente realizable. Cabe preguntarse si poseen muchos pueblos la voluntad y los medios para cumplir tal orden, y si careciesen realmente de ellos cómo sería posible un convencimiento y una ayuda eficaz en cada caso para llevarlos a término. Testimoniamos, con el problema de los incendios, cuán grande es el perjuicio de la despoblación de los núcleos rurales y la incapacidad para su resurgimiento. Sería, empero, buena noticia que para enero de 2019 en León no hubiese, apenas, más tierra quemada.
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