05/06/2021
 Actualizado a 05/06/2021
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Comemos frente al ordenador, o en lugares donde las mesas rotan en turnos de veinte minutos. Nos hemos acostumbrado al ritmo vertiginoso. Hacemos el amor frente a la televisión, o apenas hacemos el amor. Leemos monográficos sobre nuestro trabajo porque no hay tiempo para cultivar otros ámbitos. Chateamos en vez de reunirnos, ingeniamos formas de hacer llegar los mensajes comerciales en menos espacio, como golpes de impresión, para asegurarnos la atención de nuestro target, calentamos en el microondas, consumimos al vuelo y tratamos de obviar (consciente o inconscientemente) que tenemos la muerte al cuello.

Hemos eliminado de nuestra cultura y de nuestra vida los rituales, los poemas vivos que sacralizan lo cotidiano y nos anclan a la tierra y a la memoria, y este abandono nos aleja de la esencia de las cosas, del sabor de esas sensaciones que nos transformarían para siempre.

En el mundo actual reivindicar la lentitud del placer es una verdadera revolución.

Pienso a menudo en La ceremonia japonesa del té, algo que nos convendría importar antes que cualquier producto electrónico.

La ceremonia del té fue creada por Sen-no-Rikyu, el zen budista fundador también de la estética japonesa wabi sabi.

Rikyu partió en busca de la sabiduría, apartándose de la ciudad y con lo básico para subsistir. Se enamoró del Zen, la práctica religiosa que mantiene que el sentido espiritual no está en pensamientos complejos ni en grandes acciones, sino en la realización de actos sencillos con respeto y lentitud. Rikyu practicó el ritual del té y aseveró que una casa de té debía tener no más de dos metros cuadrados y tener una puerta muy pequeña para que todos los que entraran se inclinasen y quedasen igualados en ese gesto de humildad.

Rikyu creó el término wabi-sabi, compuesto por wabi (satisfacción con austeridad) y sabi (agradecimiento de lo imperfecto).

Wabi-sabi es la capacidad de encontrar belleza en la imperfección y una comprensión del mundo basada en la no permanencia y en la fugacidad de la vida.

La ceremonia del té, al igual que todo lo que hacemos en nuestra vida cotidiana, puede significar mucho más de lo que aparentemente es, si nos tomamos el tiempo y la dosis de consciencia precisos. Puede, pues, acercarnos a los ciclos de la naturaleza y a nuestro yo más oculto.

Un beso, un paseo, un plato de sopa o cultivar nuestras propias verduras, pueden ofrecer pausas de este mundo, instantes para la humildad, la naturaleza y la poesía, momentos en que se puede recordar que todo es transitorio.

Por otra parte, grandes teóricos de la lentitud como Milan Kundera (el título de esta columna no fue elegido al azar) sostienen que hay una relación estrecha entre la lentitud y la memoria. Es decir, entre la consciencia del presente y un gran mal que nos aqueja: el olvido.

Cierro ofreciéndoles un párrafo de ‘La lentitud’ de Kundera. Saboréenlo como merece.

«Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Evoquemos una situación de lo más trivial: un hombre camina por la calle. De pronto quiere recordar algo, pero el recuerdo se le escapa. En ese momento, mecánicamente, afloja el paso. Por el contrario, alguien que intenta olvidar un incidente penoso que acaba de ocurrirle acelera el paso sin darse cuenta, como si quisiera alejarse rápido de lo que, en el tiempo, se encuentra aún demasiado cercano a él».
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