12/03/2023
 Actualizado a 12/03/2023
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Deambula por la calle venciéndose hacia los lados con una figura imprecisa, como si estuviera borrándose poco a poco de lo que le rodea. A veces se atraviesa en la acera o está a punto de darse de bruces con alguien que se alarma o protesta. ¡Aparta!, reniega alguno, y se cruzan miradas de ira y miedo. Otras veces la reacción es compasiva pero nadie está seguro de cómo comportarse en su presencia.

Quisiéramos saber cómo llegó hasta aquí, a esa situación. ¿Huye de algo o ya lo ha hecho? ¿Tiene parientes, amigos, conocidos? ¿Dónde come y duerme? Da la impresión de preferir la soledad, pero supongo que en una soledad total moriría enseguida ¿quién aguantaría? Nos tiene que soportar mientras que su paso solo es un estorbo pasajero para nosotros. Las tornas no están equilibradas; otra injusticia. La invisibilidad de los que son así ha acabado por parecernos natural. Creo que en nuestro lugar también lo harían, mirarían a otro lado. Puede que les disguste pero tal vez sean peor los sermones, la condescendencia.

El olor es lo que más molesta. El aspecto también, pero hay quien lo pasa por alto. El olor no. Aunque se intente evitar, la nariz se arruga cuando pasa y hasta entornamos los ojos como si olfateásemos con ellos. Seguro que algunos piensan que es difícil mantenerse aseado si uno no tiene casa, sin fuentes o aseos públicos. Es lógico ser indulgente. Pero puede que el olor sea también un arma, una defensa contra quienes se acercan demasiado a saber con qué intenciones. A veces para ayudar ¿Quién lo ha pedido? Otras para hacer daño y entonces el olor tal vez proteja, en lo más negro de la noche, de los muy borrachos o muy rabiosos.

Cuando duerme en los portales ha de prestar atención a ese riesgo, a los violentos. Al imaginarlos arruga la nariz y cierra los ojos como si los oliera. También debe recoger temprano: aunque estos meses hiela y querría acurrucarse en los cartones prefiere evitar problemas o, peor aún, que llamen a la policía. Recoger delante de sus gestos de reojo. Viste y huele mal, pero su orgullo aún respira. Le da vergüenza porque la vergüenza se recibe como una limosna. A ratos, un latigazo de ensimismamiento le provoca desazón, pero pasa rápido. La amargura es un lujo peligroso. Y egoísta.

Con frecuencia atraviesa la calzada cuando el semáforo sigue en rojo para los peatones. Mientras los demás esperan se abalanza entre el tráfico sin mirar. Parece jugarse el tipo, pero los coches frenan a tiempo porque en ese momento se torna muy visible. A menudo los conductores ni siquiera protestan como harían en caso de otra persona, de una “normal”. Van a hacerlo pero miran bien y les causa pavor, paran en seco. Si el claxon llega a sonar se corta dejando en el aire un pitido asustado. Quizás en ese momento disfrute de ser diferente. Hay quien le adivina una sonrisa muy borrosa.
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