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Kate, sola, en un banco del jardín

25/03/2024
 Actualizado a 25/03/2024
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Escribí algunas cosas, en otra parte, sobre esa preocupación obsesiva por Kate Middleton, que nace, cómo no, del morbo que acompaña a esta sociedad de la imagen, de los ‘likes’, del cuché y de las ‘celebrities’. Me parecía, y me sigue pareciendo, que Kate nos venía bien como figura para mirar hacia otro lado, mientras este mundo pasa en llamas por las pantallas.

No sé si de verdad teníamos una preocupación sincera por su salud. Me refiero a esa petición intensa de que se explicara cuanto antes, de que diera a conocer lo suyo, de que se pusiera delante de una cámara y nos diese prueba de vida, o de buen aspecto, o de elogiable resistencia, tras la cirugía sufrida. 

Kate Middleton es una figura pública, sí, pero no es el rey, o la reina, de su país. ¿No tendría que ser la enfermedad algo absolutamente privado y personal? Tal vez no lo sea para personas tan principales, pero creo que debería serlo. Para todos, ¿no? La enfermedad, como la muerte, nos iguala. Y quizás su tratamiento mediático no debería diferir en todos los seres humanos. Pero sé muy bien que es una quimera. Las cosas son como son. 

Por un lado, me pareció que esa obsesión con Kate tenía algo que ver con la que en su día sufrió Diana Spencer. Se dirá que Diana, envuelta en una especie de tormenta personal, alimentó quizás su mitología, y de ahí se pasó a la estricta vigilancia de sus movimientos, a las mil teorías sobre sus amores difíciles, hasta que aquella noche en París se produjo el desenlace fatal conocido, no sé si como se cuenta en ‘The Crown’, pero quizás no de una manera muy distinta. El triste final la convirtió de inmediato en una figura de culto, si no lo era ya antes, en una especie de mártir que habría pagado un alto precio por la fama, por su condición de ‘royal’, por lo que fuera. 

Durante todas estas semanas me ha enfadado la extraordinaria atención suscitada por el asunto de Kate, porque me parecía una atención muy del primer mundo. No es culpa de la princesa, sino de nuestra forma de mirar. O de cómo se tratan estos temas en las sociedades contemporáneas avanzadas, donde las fronteras entre el morbo y el entretenimiento suelen estar poco claras. Vivimos un instante de gran preocupación global, pasan ante nuestros ojos muertos anónimos cada día, las tragedias se multiplican, por mucho que algunos gurús insistan en que estamos en el mejor de los mundos, si lo comparamos con otras épocas. Pero la pantalla marca una distancia, también el anonimato de tantas víctimas: esa sensación del mal que sucede a los otros, esa costumbre del mal y del horror que se ha instalado entre nosotros como parte de la cuota informativa del día. No digo que hayamos perdido por completo la compasión, pero empezamos a aceptar peligrosamente que el mundo es así, que hay cosas por las que poco o nada podemos hacer.

Entonces la atención a una figura reconocida, a una celebridad pública, se hace más sencilla. Dirigimos hacia ella nuestra mirada, quién sabe si por verdadero interés por lo que le sucede o por ir más allá: por especular qué pasará a continuación en su familia, por un afán de cotilleo, o incluso por ese destilado de morbo que inevitablemente nos acompaña en ocasiones, o por esa rara sensación que nos produce constatar que los ricos también lloran.

Miramos para otro lado, porque las pantallas vomitan una realidad en la que abundan tragedias y catástrofes, pero rara vez con nombres propios, más bien con ese aire de masa indefinida, como quien acepta, ya digo, la cuota informativa de un mundo en el que suceden cosas atroces, y tantas de ellas se refieren a personas indefensas, desfavorecidas, que huyen del horror, o que se encuentran inmersas en él por la guerra o por la violencia. Todo pasa por las pantallas, pero la vida sigue, quizás para protegernos de la locura, y de pronto, sí, miramos con detenimiento a una figura, a una celebridad, a alguien con nombre y apellidos bien conocidos, a esa mujer sola que habla de su cáncer sentada en el banco del parque. A esa mujer que regresa de una especie de fantasmagoría hamletiana, obligada, quizás, a explicarse de una vez, pues el pueblo escucha, le habrán dicho: no puede seguir en silencio. 

Pensé en todo esto cuando vi la famosa fotografía retocada, aquella del cumpleaños. El oleaje que se generó al respecto: porque esta es, no ya la edad del Photoshop, sino la edad de la inteligencia artificial, que resulta algo mucho más poderoso y quién sabe si más terrible. Kate Middleton es famosa por su amor a la fotografía, y ella mismo dijo, quizás también obligada a pronunciarse, que había sido responsable de los retoques. Me temo que no nos preocupamos tanto por otras fotografías, en las que se dibujan no pocos terrores, pero la de Kate y sus hijos se escrutó con gran detalle, como quien busca los ocho errores en la página de los pasatiempos. Como esta es la edad de las ‘fake news’, aunque bulos ha habido siempre, de inmediato se quiso comprobar que aquella Kate era Kate (se dijo, por ejemplo, que el cuerpo y la cara no se correspondían), se quiso ver y constatar que todo era natural, sin artificios, que ya se sabe cómo está el patio, y así se halló el maquillaje de la instantánea, lo que hizo que se dispararan aún más las alarmas y que se agitaran las aguas del morbo. En fin. 

No parece que los responsables de comunicación de los Windsor sean unos genios, pero ya me dirán cómo se puede lidiar con un mundo así de enmarañado, en el que tantas veces se yerra haciendo una cosa y su contraria. Más en un instante en el que la monarquía británica parece sumida en un historial de problemas, aunque lo del ‘annus horribilis’ no sea nuevo, precisamente. Los cronistas de la cosa hablan de aquella profesionalidad de Isabel II que parecía consistir, ay, en no mostrar nunca los sentimientos, dicen que para no parecer débil, salvo quizás con su cuadra de caballos. 

Lady Di, capaz de la risa y de las lágrimas, se ganó el favor del pueblo. La historia, que bebe también de la tradición literaria, se completó con lo que muchos vieron como un martirio, como una jugarreta imperdonable del destino. ¿Y ahora? ¿Ensalzarán a Kate, sola en el banco del jardín, como la nueva mártir, que supo resistir en silencio mientras hacían pruebas de laboratorio a sus tejidos? ¿Todo el pavoroso morbo que se ha agitado, la tormenta sobre la foto maquillada, las mil elucubraciones sobre aquella otra foto borrosa, en la que tantos quisieron ver una doble que la sustituía…? En fin: todo este ruido mediático, ¿en qué quedará, tras el reconocimiento de la enfermedad, tras mostrarse humana y frágil ante el ojo crudo de la cámara?

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