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Fiestas populares

21/08/2016
 Actualizado a 18/09/2019
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En un artículo publicado esta semana en El País, el escritor Sergio del Molino, a cuyo ensayo sobre ‘La España vacía’ me refería yo en esta página no hace mucho, ironizaba sobre su condición de aguafiestas por criticar la vulgaridad, el mal gusto y la barbarie de esas fiestas populares que se celebran en estos días por todo el país y que en general consisten en maltratar animales, beber hasta perder el conocimiento, gritar como poseídos hasta altas horas de la madrugada, machacar los oídos de los vecinos del pueblo con el chunda-chunda de las verbenas y de las discotecas móviles y organizar actos de diversión sin tradición ni arraigo en la localidad más allá del afán de destacar por la vía de la originalidad, no importa si es razonable. «Quisiera escribir algo –concluía Del Molino su reflexión – sobre esos municipios en ruinas que a duras penas pueden mantener sus servicios sociales más básicos pero que no descuidan las fiestas patronales, pero no me atrevo para que no me acusen de demagogo. Quisiera escribir algo, cualquier cosa, a favor de las fiestas, pero el volumen de la verbena y los muchachos que gritan en el portal no me dejan concentrarme».
Del Molino hablaba en genérico, pensando principalmente en Aragón, que es donde vive, pero, si conociera León, habría añadido a su batería de ejemplos, muestras del disparate y el gregarismo nacionales, las cada vez más numerosas fiestas de astures contra romanos que, siguiendo el ejemplo de Astorga, se celebran en la provincia leonesa, elección de cónsul incluido, las docenas de mercados medievales en los que saltimbanquis, juglares y mesoneras no paran de sobreactuar, como si en la Edad Media todos tuvieran el baile de San Vito, los torneos caballerescos en los que esos mismos actores hacen doblete, ahora vestidos con armadura y espuelas, las competiciones gastronómicas o de descenso fluvial en ruedas de camión y las exhibiciones de fuerza bruta y mal gusto con las que los vecinos rivalizan entre ellos en honor del patrón del pueblo.
Lejos quedan aquellas fiestas sencillas, con orquesta o conjunto musical, las procesiones con el santo o la Virgen correspondiente con la gente en respetuoso silencio, las comidas familiares con sobremesa tranquila, juego de cartas incluido, los aluches o lo que tocara en cada comarca y las verbenas con baile hasta la madrugada para el que gustara de él. No añoraré tiempos anteriores, que siempre fueron peores (basta mirar atrás sin melancolía), pero sí echo de menos la sencillez y falta de pretensiones con las que los leoneses celebraban hasta hace poco sus fiestas, sin tanto ruido y mal gusto, al igual que todos los españoles. A mí también me gustaría escribir contra esos grupos de personas que con la capacidad sonora, que no musical, de 20 sopranos y mucho alcohol encima se apropian del espacio público anteponiendo el propio disfrute a cualquier otra consideración y arrogándose la representación de todo un pueblo, pero, como mi colega Del Molino, no me atrevo a hacerlo por si me llaman aguafiestas y soso.
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