11/07/2015
 Actualizado a 13/09/2019
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Sentado en el escaño de mimbre contemplo, tras el cristal de la puerta de acceso al patio, las hortensias, rosas, moradas, azules; plantas que formulan un sinuoso y sombrío paso hacia el empedrado arriero, con el sol cayendo a plomo en la ‘sabana’ maragata. A eso de las cuatro de la tarde Eolo se cuela en el recinto y mueve durante unos minutos las hojas sueltas que tras un breve recorrido circular vuelven a su punto de origen, posándose entre piedra y piedra para dificultar el barrido posterior.

A penas se escucha nada ahí fuera. Los distintos insectos que pueblan la casa dirigen la suave orquesta en la que se suele colar algún pájaro, algún coche que circula por la LE-133, las voces de algún vecino, que sentado en el poyo de fuera, pegado al muro exterior, junto a la arqueada puerta principal, comenta la jugada del día… el médico llegó tarde, la huerta de Pepe, el coche de línea, el bautizo del domingo siguiente. Poco más. El silencio reina, embauca, casi envuelve la yerma comarca, el amarillento pueblo en el que ni un riachuelo corre por sus venas. La vida pasa de otra manera, con otro ritmo y sentido, con otro aroma y color. Y el espíritu, de quien la afronta y quiere disfrutarla debe ser también diferente.

El paseo de la tarde te lleva hasta los viejos abrevaderos colocados en el monte. La ‘excursión’ a Fonseca debe ser calmada, de poca conversación y mucho respiro, parando al ver moverse una zarza, siguiendo con la mirada alguna liebre correr entre las altas hierbas que aterciopelan la explanada. En el pilón para el rebaño poco agua, la que de vez en cuando brota de los casi siempre secos acuíferos, tras varios meses sin caer una sola gota. No se ven tierras sembradas, ni máquinas para ello. Por desgracia, tampoco pasan los carros de mercancías que un día poblaron los caminos.

En cierto modo, la comarca vive un lapso de tiempo en el que nada se crea, ni se transforma ni se destruye. Eso se siente más en verano, a pesar de la venida foránea. La luz que refleja la tierra sigue tiznando de ocre el tiempo, que ya no se mueve en ninguna dirección. Y qué quieren que les diga, también tiene su encanto. Hay formas de pasar el verano. Y en estos pueblos es una de ellas. Todo se aprecia dependiendo del color con el que se mire. Disfrutar de las estampas que a cada paso te encuentras, y que evocan paz, melancolía, serenidad y un sinfín de estados más también tiene su punto.
Desde luego las ‘fotografías’ que yo saco de playas atestadas no me conducen a ese tipo de sensaciones, más bien me dirigen a las contrarias. Prefiero ver una hoja moverse sobre un empedrado, con las marcas de las espadas francesas de 1808, que a una señora comiendo en bikini, un bocadillo de tortilla, por muy francesa que sea, la tortilla digo. Y no seré yo quien deje de ir de vez en cuando a alguna playa de esas, pero invito a probar el otro verano que nos deja el interior, en los pueblos, incluso en los que no tienen río, y en donde tampoco se ven muchas bicicletas por la carretera.

Subir a la loma maragata y desde ella contemplar a un lado las torres de Santa María de Astorga, al otro el monte tutelar y entre ellos el sol que cae anaranjado es también una experiencia… conste en acta que yo entiendo que la foto de los pies en la arena mirando al mar o el nombre escrito en la playa es pintona, hacerte mil kilómetros y ponerlo en el ‘caralibro’ es hoy día casi obligado, colocar la famosa almohadilla delante de frases como ‘ibizaforever’ o ‘andaluciainmyheart’, acompañada a la foto ‘felicidad total’ y sonrisa de anuncio, es pasaporte esencial de una vida social plena… pues aquí complicado señores, porque por no haber no hay ni cobertura. En el pueblo de Santiago Apóstol, al igual que en muchos otros, el móvil queda encima de la mesa de la cocina, y ya si acaso subirás por la noche a la mencionada loma, momento en el que te llegarán todas esas fotos de pies, sonrisas y dicha, mucha dicha. Tú miraras las estrellas y pensarás en tus rarezas, esas que hacen que estés disfrutando el momento. Esas rarezas que te permiten creer que el otro verano existe, está cerca, es barato y completamente maravilloso.
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