06/11/2022
 Actualizado a 06/11/2022
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No hay estación en la que no las haya traído, de forma premeditada, como un colectivo de manos pequeñas, formando un almanaque de oficios en el que las estaciones, además de soles y lluvias, las marcaban pañoletas, mantones o sombreros de paja. Siempre con distintas faenas, pero las mismas manos. Ya fueron estampas de Vela Zanetti, cavando la tierra o sembrando patatas y musas de paja, alpargatas y olor a centeno, pintadas por Millet. Fueron mozas de acuarela y agua inventadas por Sorolla y las dejé cansadas, tras escardar la tierra y cardar la lana, en la penumbra de una lumbre de Van Gogh.

Hoy, cuando toca cerrar el almanaque, adviertes que todo lo que rozaron sus manos durante esos meses, duerme tranquilo, que fueron meciendo estaciones y acostándolas en los rincones de su casa. Duerme el trigo en los sacos, hogazas en los arcones y membrillos perfumando armarios. Duerme el verano en los pajares, las uvas en la barrica y pimientos en tarros. Duermen robles en la leñera, lana en los colchones y patatas en la bodega. Ya solo les falta, para que todo esté donde debe, acostar los varales en la oscuridad de la hornera, antes de cerrar la puerta dejando al invierno husmeando tras el visillo.

Hace días que se traen un mismo trajín, cada una en su casa, porque San Martín anunció su inminente llegada y ellas, que con los Santos se entienden, pillaron el mensaje y, en un ritual silencioso, desempolvaron barreños, artesas y baldes, prepararon cuchillos, tijeras y embudos, cambiaron el hilo y la lana por cáñamo y las agujas de zurcir sietes por las de coser morcillas. Ayer, la abuela metió las tripas compradas a remojo, las cortó y cosió por un extremo, a la espera de las que hoy dé el gocho porque, a pesar de la artrosis, nadie se da mejor maña que ella. La niña ya pela ajos y castiga al mortero con todas sus fuerzas mientras la madre asoma y repite «No están bastante, sigue machacando», antes de regresar a los pucheros que, desde el amanecer, borbotean para los asistentes a la matanza. Y aunque la anfitriona lo tenga todo listo, empieza a llegar un goteo de mujeres provistas de sus propias armas. Traen embudos, agujas y dedales porque se apañan mejor con lo suyo. María llega empuñando orgullosa el cucharon largo para remover la sangre, que ya heredó de su padre, pero sigue siendo el mejor del pueblo, allí donde nada es de nadie y todo es de todos, en un ritual que durante todo el mes se repetirá casa por casa. Se las ve cruzar entre la algarabía de hombres y niños ante la puerta de casa, como si no fuese con ellas, y perderse en la cocina con olor a castañas asadas, rosquillas y aguardiente, como preámbulo de un largo día de trabajo. No hay grandes saludos porque vienen a lo que vienen y toman posiciones, ya con algo entre las manos, como si cada una supiera su función sin necesidad de hablarlo. «Qué buenos embudos tienes», puede ser el inicio de una charla que durará horas y horas, compartiendo espacio, fuego, anís y trabajo.

La tarde las pilla con los cuerpos sobre las artesas, en los mismos escaños de la misma cocina. Los troncos se han ido relevando y el fuego, lejos de apagarse, cada vez arde más porque los pucheros dieron paso a enormes calderetas de agua hirviendo mientras hogazas y cebollas se rinden a los cuchillos y el unto, a las tijeras. Pan y cebolla, sangre y grasa. La tierra y la carne unidas, con perejil y orégano aliándose con el pimentón, dando mil aromas a la artesa donde se desmenuza el mundo por dedos sabios, fabricantes de todo, que no se dan tregua. Y amasan y amasan la mezcla hasta que la abuela abandona el rincón de no estorbar, cruza la cocina despacio y tras untar el dedo en el mondongo, lo cata y sentencia «Está en su punto». Esa es la contraseña. Ahora, son la masa y el día los se rinden y la noche las pilla ganando batallas y renovando armas. Sacan embudos, agujas y cáñamo para cambiar de tarea, sin necesidad de preámbulos porque está todo impreso en la memoria de las manos y entonces, un enjambre de dedos rellena tripas y cose morcillas, que las únicas manos niñas entregan a las guardianas del fuego y cazuelas. La abuela inspira la primera tanda y murmura «Buena matanza, ésta». Está todo dicho. Y continúan sin mirar la hora. Sin prisa ni pausa. Sin silencio ni ruido. Solo charla y faena de abuelas, madres e hijas, entre vapores y olores que pasaron de ser elementos sueltos a nuevo alimento. Necesitan una noche muy larga para sacar tiempo al descanso, que los chorizos, mantecas y carnes esperan turno para pasar por sus manos y cerrar el almanaque con el cerdo durmiendo en la oscuridad de la hornera y en ollas de barro.

El invierno las pilla como el resto del año: mujeres con manos ocupadas, solitarias o unidas por lumbres. La nieve traerá descanso a sus cuerpos, pero no a sus manos que seguro, seguirán frente a un fuego, enredadas en lanas, fabricando calor para algún cuerpo porque ellas nunca paran. Nunca se cansan. Serán un sol, un año y un fuego distintos… pero las mismas manos.
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