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Día de la Tierra: ¿algo que celebrar?

24/04/2023
 Actualizado a 24/04/2023
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Viví el Día de la Tierra y el Día del libro como si fueran uno. No soy muy de ‘días de’, lo confieso. Muchos me resultan prescindibles, o introducidos en el calendario con calzador, al aire de la moda en ocasiones, o por razones de estricta corrección política. Pero estos dos, el de la Tierra y el del Libro, así, con mayúscula, me parecen muy necesarios. Y bastante combinables.

En primer lugar, está toda esa literatura sobre la naturaleza. Desde el comienzo, la literatura es el viaje, y, probablemente, también viceversa. La presencia de lo natural es ostensible en los textos clásicos, en el amor medieval por los pájaros, que son omnipresentes, por supuesto en el mar, objeto de odio y amor al mismo tiempo, como podría decir Catulo, lugar de tragedias y de grandes épicas. Con los románticos la naturaleza volvió en estado puro, intentando una liberación de la nueva pasión por las ciudades que había traído el siglo XVIII. En gran medida, los grandes poetas románticos son ecologistas en potencia, y, sobre todos ellos, Wordsworth.

El trabajo académico me ha llevado de nuevo al gran poeta del Lake District. A los años de amistad con Coleridge y a los paseos eternos con su hermana Dorothy, injustamente olvidada, o poco menos. Releer el Preludio, o ese bello poema medievalizante que es Tintern Abbey, resultado también, cómo no, de los reiterados paseos por la campiña inglesa, me trajo de nuevo el perfume de la naturaleza no domesticada por el hombre, que trata de ensalzar los caminos trazados en las tierras de cultivo, o en los bosques, sin un propósito industrial o comercial: sólo como fruto de la vida cotidiana y los afanes domésticos. Ante el impacto de las fábricas de la Revolución Industrial, los poetas Románticos quisieron volver a la naturaleza sin límites, dócil y acogedora en los lagos oscuros, pero a veces violenta y ciclópea, como en las montañas de los Alpes, que Wordsworth conoció también.

Hoy, la destrucción de la naturaleza, que está alcanzando un punto de no retorno, es objeto principal de la literatura. Por supuesto, hace muchas décadas que el espíritu ecocrítico ocupa a novelistas y poetas, y no les faltan razones para ello. Y la literatura de lo natural, la que simplemente describe las migraciones de las aves, la evolución de los bosques, aquella que se acerca a los manantiales como los que mi padre me enseñaba de niño (se habrán secado la mayoría, me temo), está también en alza. Todos vuelven a hablar de Aldo Leopold y han amado la escritura de Annie Dillard, por citar ejemplos sobresalientes.

Ahora, los poetas vuelven a hablar de la tierra y del agua con la misma pasión que los románticos, pero conscientes de que el deterioro de los ecosistemas empieza a ser insoportable. Pensé en todo esto el Día de la Tierra y me pregunté si teníamos algo que celebrar. Las décadas pasan y las promesas de un mundo más habitable se han truncado. El discurso político aboga por un futuro que quizás ya no podemos alcanzar, pero se pierde a diario en la necesidad del cortoplacismo, que es el gran hándicap de nuestro tiempo.

No hemos cumplido con lo que los científicos nos pedían. Ni con los acuerdos globales, de los que algunos líderes se escaparon para que no afectaran a sus batallas por el poder. Nos hemos dejado embaucar por las palabras gruesas, por los discursos banales o ignorantes, y ahora es, quizás, demasiado tarde. Hay serios indicios de que el deterioro no puede detenerse. La lucha sin tregua por el poder deja los males de la Tierra y del clima en un segundo plano. Erizados de armas (se ha disparado el militarismo) y de desconfianza, los países bailan la danza del Nuevo Orden, y, una vez más, el desastre que anuncia el clima extremo, que es lo único verdaderamente importante, queda envuelto en esa letanía de las promesas incumplidas. El juego de la política exige visiones cortoplacistas, alimentadas por el fragor electoral. Pero los tiempos de la Tierra no son los tiempos de la política.

Ahora, tal vez, ya sólo es cuestión de sobrevivir. Aunque se ponga en cuestión la ciencia y se abomine estúpidamente de la intelectualidad (la ignorancia es un campo abonado para la manipulación de la gente: así ha sido a lo largo de la historia, y continúa alimentándose a través de bulos, ‘fakes’ y demagogias de variada especie), la realidad suele ser tozuda. La naturaleza también. Nosotros somos la parte más débil. Y la naturaleza nos expulsará, hará que seamos prescindibles, como ya empezamos a ver.
En un contexto global muy poco confortable, erizado de peligros y de miedos, incluyendo amenazas graves para los equilibrios del planeta, el regreso al temor nuclear que ya forma parte de los titulares cotidianos, junto a la explotación masiva de los recursos naturales, que empieza a invadir áreas supuestamente protegidas, el viaje hacia el clima extremo que estamos experimentando parece algo inevitable. Las guerras del agua se dibujan ya en el horizonte. Empiezan a ser motivo principal de disputa y lo serán aún más. Hay que prestar atención a lo importante, pero resulta que la política contemporánea se dispersa una y otra vez en retóricas de lo inmediato, cuando no en discusiones bizantinas, porque la política ha hecho de su narrativa su verdadero objeto, en un extraño e inútil onanismo dialéctico. La protección de la Tierra debe basarse en parámetros científicos, los datos son los datos, y debe separarse de toda confrontación política interesada y de las luchas cortoplacistas por acaparar poder. Nada se puede resolver en esa breve distancia, hay que superar con mucho los pequeños egoísmos, y, aunque las repercusiones son locales, incluso personales, conviene no olvidar que estamos ante un gran problema global, planetario, sin límites ni fronteras.
La nieve escasa y la sequía pertinaz de los últimos meses nos mueven con más fuerza, es verdad, a estas consideraciones. El ascenso del desierto, que pronto alcanzará la mitad de la península, es un hecho regularmente constatado, e incluso se diría que el mal se está acentuando. Se acelera la depauperación de los ecosistemas, los humedales desaparecen o se agostan, y se nos invita ya a aprender a convivir con lo extremo, con las lluvias feroces y destructivas y con las sequías prolongadas que vendrán. Y, por supuesto, con las temperaturas feroces, superando incluso las previsiones más pesimistas. Si la política y sus tiempos no pueden dar respuesta a este grave reto, tendrán que hacerlo los ciudadanos y los científicos, trabajando juntos. No hay tiempo para retóricas partidistas, sino para acciones rigurosas.
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