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Cuestión de urbanidad

21/10/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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En España, para mantener las calles limpias, se destina por los ayuntamientos un presupuesto bastante superior al de la mayoría de los países europeos. Algo que no ves en ciudades pequeñas como la francesa Moissac, o de mayor relevancia, como Utrecht, es en días festivos a barrenderos con sus pequeños carros, atrapando bolsas de golosinas, papelillos de estacionamiento, pipas, cigarros… Tampoco recogen con la asiduidad aquí habitual la basura domiciliaria; y para librarse de los enseres, cartones, han de esperar el día y hora señalados. Aún menos observas que ningún ciudadano arroje el chicle al suelo, o escupa hacia el pavimento. Sus calles y plazas en toda hora y festividad están impolutas; al igual que los arcenes de las carreteras y su entorno al alcance de la vista, pues no encuentras chamizos, ni tendidos con material de desecho.

Numerosos adolescentes españoles, varones, tienen por costumbre en esta edad del pavo caminar y escupir con garbo, como si fuera un gesto viril. Si estableces una comparación con anteriores épocas, en algo hemos mejorado, pues pocos mayores ya ves hoy despachar el gargajo, o sonar, cual trompeta, los mocos hacia el pavimento. Otro mal hábito, en los dos sexos, es arrojar las cáscaras de las pipas o pistachos al suelo, de suerte que cuando se levantan del banco público, o de cualquier alféizar o meseta, sus pies, de tales mondas quedan adornados. Cuestión mayor es lo que sucede en las plazas públicas españolas, en época festiva y jaranera de orquestas y grupos musicales, el olor a orín te atufa en cualquier esquina o portal y el suelo en la alborada queda hecho una apelmazada guarrería: el botellón sabatino parece una menudencia en comparación con estas copiosas inmundicias.

Con todo, nada más asqueroso para las vías públicas que el chicle masticado; y qué decir si, fresco, queda pegado en la suela de tu zapato. Caminas despegándote del suelo y hasta que encuentras un bordillo no puedes raspar, desprenderte, nunca del todo, de esa incordiante adherencia; que te hace, por otra parte, en el entretanto, jurar en arameo contra el anónimo consumidor. Sobre las bondades del chicle hay controversia. En unos informes se atribuye a esta goma blanda cualidades benéficas: calma la ansiedad, reduce la acidez, evita las náuseas, corrige el mal aliento… En otros, se le adjudican efectos nocivos, como la caries o la flatulencia. Vayas en el autobús, o por la vía pública, algunas mandíbulas se mueven para trajinar en la boca, a capricho, esta goma tan flexible; incluso en las aulas, si no amonestas, puedes encontrarte, cara al encerado, con un ‘denteo’ masticador; los hay, de todas formas, tan diestros en este placer, que les preguntas, te contestan y no te enteras de que lo tienen alojado en cualquier recoveco bucal.

No todas las personas manifiestan esa falta de urbanidad. Bien puedes ir sentado en el metro al lado de una joven o mujer y es posible observar con qué encanto envuelve en un pañuelito de papel el chicle desecado; comportamiento que debería ser el habitual. Porque si algo desmerece a las nobles losas de granito, a cualquier pavimento, es esa serie salteada de negros diviesos, aplastados, que, a poco que te fijes, encontrarás por las vías públicas de toda España. No es tarea fácil, ni barata, el despegarlos. La empresa de limpieza ha de arrojar sobre ellos agua a presión acompañada de un producto químico, a una temperatura que sobrepase los 90 grados, para ablandarlos, y aun así hay que socorrerse de la espátula o de una máquina lijadora; el derroche de agua es considerable.

Hace años el ayuntamiento astorgano elevó una propuesta a la Federación de Municipios para solicitar a la Unión Europea estableciese unos requisitos en la fabricación de chicles que no causasen este perjuicio, ambiental y económico. Como quien oye llover. ¿Es imposible el fabricar un chicle que no se te pegue al zapato, como una horrenda lapa?, ¿librar a las calles de este divieso? A saber, y sobre todo cuáles son los posibles perjuicios a las empresas ligadas a este producto con su eliminación o condicionamientos. Lo cierto es que cada pocos meses nos prodigan campañas, con dibujitos, viñetas, concursos, para el reciclaje de los diversos productos; para retirar y buscarles depósito a las cagadas de los perros, pero de los chicles apenas nadie se acuerda. A no ser los sufridos barrenderos, claro.

No es este asunto una mojiganga, ni algo ‘demodé’. Es la urbanidad lo que define a una sociedad avanzada, aunque este sustantivo lo hayamos desterrado del habla. Así lo entendieron ya los institucionistas y los ministerios de instrucción de ambas repúblicas, con un gran cúmulo de publicaciones escolares, en las que, junto al aseo personal, la disciplina, el aprendizaje de valores constitucionales, también enseñaban cómo habría de ser el comportamiento con los ancianos e impedidos, en las calles y en la limpieza pública.
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