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Cosecha de investiduras

25/09/2023
 Actualizado a 25/09/2023
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La investidura desemboca como un río feroz en esta esquina del otoño. Hay una cosecha de uvas agraces en la política: ese es el vino incómodo que apuramos de un trago hasta las heces. La investidura es el gran acontecimiento de esta parte del año, la política tiene su componente de morbo y entretenimiento, y el resultado electoral nos llevó en pleno verano a la gran paradoja, el que gana pierde, el que pierde gana, porque esto va de pactos, acuerdos, coaliciones y sumas (como así ha sido en municipios y autonomías, mayormente). La política también es una melodía de seducción. 

Page dijo que todo era muy endiablado, pero el diablo está en los detalles, y por eso Sánchez sigue tejiendo en el silencio de la espera, como Penélope aguardando a Ulises. Feijóo ha optado por el clamor y la calle, por los micrófonos y las peticiones, por el dulce tremolar de las banderas y la velocidad de los balcones, pero Sánchez ha pasado casi desapercibido, en sus cumbres extranjeras, con enviados a las negociaciones que Junqueras da por hechas, practicando la política de las distancias cortas, como aquello del catalán en la intimidad, que decía Aznar, sabiendo que los amores difíciles exigen de susurros y de mucho sofá, no de solemnidades y estridencias.

Hay un caudal de eslóganes que caen como las hojas secas del otoño, las frases probablemente marchitas que se desploman desde el árbol electoral, los mantras habituales, la España que se rompe y tal, pero están pasando los aventadores de la legislatura, toda esa vieja semántica se envía a reciclar, me temo, y ya hay nuevas palabras, o debería haberlas. Feijóo aprovecha este instante mágico de candidato a la Presidencia del Gobierno y candidato a jefe de la oposición, esta extraña posición cuántica, ser o no ser, he ahí la cuestión, estar y no estar. Feijóo vive en ese filo de los números, protesta contra el gobierno que aún no es, aunque seguramente va a ser, y lo hace horas antes de su improbable investidura, a la que acude, porque, si hay que ir, se va. Es difícil pensar en un instante más líquido y más extenuante. 

Sánchez, ya digo, se ha congratulado de que Feijóo muestre la imposibilidad de retorcer el cuello a las matemáticas, y apenas ha agitado el cardumen de los puigdemones, por mantener el estilo en la retaguardia y el silencio tan confortable, ese ‘chill out’ de las negociaciones. Lo encontraban los periodistas en cumbres y cosas y decía Sánchez que todo bien, gracias, y que él pasaba adelante, como en el Quijote, como si pensara aquello de «ladran, luego cabalgamos» y, como dice la máxima, «el que resiste, gana». Todo esto puede parecer excesivamente frío, pero Sánchez no se baja del burro, como no se bajaba del Peugeot.
La investidura y la no-investidura, que son lo mismo, pero también son diferentes, han generado tensiones, mucho desgaste de materiales, y no sólo entre los dos grandes partidos, sino en su propio cuerpo y en su propia alma. La proximidad del poder, la gran tentación inevitable, tira de los extremos, agita el cóctel de la historia, remueve las viejas raíces, y ha traído de vuelta a los jarrones chinos que decía González, empezando por él mismo. 

Ha salido Aznar, que siempre está al quite, para pedir a Feijóo que tomara cartas en el asunto ante lo que se avecinaba, por si se dejaba vencer por un exceso de moderación. Muchos creen que, ante la no-investidura prevista para esta semana, Feijóo necesita apuntalar su liderazgo futuro, no presente, con una oposición adelantada, con una enmienda urgente a la totalidad del Sánchez que pronto será, si es que llega a ser, y de sus procedimientos, que juzga inasumibles. No es exactamente la idea de poner la venda antes de la herida, sino la necesidad de decir «hemos estado ahí», que quede claro, al menos hasta que la aritmética parlamentaria habló como estaba previsto. 

Feijóo tentó ayer la multitudinaria investidura de la calle, como acto final, esperando la gravedad de las bancadas. Pero hay morbo por los discursos que van a oírse, ahora ya en la cámara baja, sin la extrañeza de aquellos encontronazos preparatorios en el Senado. Y en plan multilingüe. Sánchez, en el vértice de las negociaciones, romperá, qué remedio, ese silencio conveniente y aseado, dirá algo, al fin, de cómo suenan los duros engranajes bajo la apariencia de que casi nada pasa en los umbrales de Waterloo, deseoso de que la no-investidura prevista pase como un acto que, lejos de debilitarlo, lo reafirme, y en la esperanza de que el ruido y la furia del momento se apaguen dulcemente, cuando ya baje la hinchazón de la épica, la solemnidad de los discursos, y el árido relato de las amistades peligrosas. 

No ha podido evitar Sánchez, eso sí, el síndrome de la incomprensión generacional en sus propias filas (que algunos juzgan demasiado propias). No se ha roto el partido, porque es una fractura contenida que no afecta a la arquitectura contemporánea, ni a las paredes maestras, ni a los muros de carga, pero en el ‘revival’ de los jarrones chinos, Sánchez ha visto reverdecer de nuevo el enfrentamiento de esas supuestas dos almas socialistas, el regreso de los Padres fundadores, como se dice, al que muchos jóvenes acusan con amargura de «haber comprado el marco narrativo de la derecha». 

La tarea, por tanto, se hace aún más ciclópea para Sánchez, con rivales y enemigos dentro y fuera de sus filas. Ha suscitado, sin embargo, la simpatía de algunos líderes antiguos, que ven en esa férrea defensa de la mayoría parlamentaria, una señal de buena salud política, porque es cierto que no todos se han sumado a las críticas que implican, dicen, una especie de reescritura peligrosa de los logros de la Transición. Hay quien se pregunta, también, cuál es la razón de que Zapatero, uno de los grandes activos de la última campaña electoral, haya pasado ahora a un absoluto segundo plano. 

Pero cada día tiene su afán. O, en plan bíblico, cada día tiene bastante con su propio mal. Hay ya algunos triunfos, que son triunfos por la reacción que han logrado. La cooficialidad de las lenguas peninsulares en el congreso, por ejemplo. Nadie niega lo obvio: son pasos necesarios para convencer a los partidos con los que han de pactar. Pero, aprovechando la coyuntura, se ha logrado proyectar la diversidad que representan nuestras lenguas, la riqueza indudable, y también la enseñanza de que una lengua es sobre todo una forma de ver el mundo. La lengua construye la realidad, y cada una lo hace a su manera. Al entenderlas, entendemos mejor el mundo de los otros. Es feo y triste despreciar las lenguas: es el desprecio de un gran tesoro común. 

 

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