09/02/2023
 Actualizado a 09/02/2023
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León son sus pueblos; sin ellos, la provincia perdería toda su esencia. Sin ellos, León capital y Ponferrada serían sólo casas y pisos, sin sustancia, sin cuentos, sin enjundia, sin dimes y diretes. No se puede concebir la provincia sin sus pueblos. Algunos, bellísimos, perdidos en cualquier valle de montaña o en plena ribera; otros, sin tanto encanto pero con tantas o más tradiciones que los anteriores. El caso es que no sabes, en la mayoría de los casos, dónde ir...; ¡hay tanto dónde elegir! Estoy leyendo un libro (un tocho de los míos), que se titula ‘El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad’, de los autores David Graeber y David Wengrow. Estos dos intentan desacreditar a otra gente que se atrevió a escribir sobre los orígenes de lo que somos, como Yubal Noad Harari o Jared Diamont. No lo consiguen, aunque son tenaces, bajo mi punto de vista. Pero no es este el cuento. Los David centran todo su argumentario en encontrar la respuesta a una simple pregunta: ¿Cuándo comenzó a reinar la desigualdad entre los hombres? Porque la desigualdad, por desgracia, existe y cada día que pasa va a más. Ellos arguyen que no es tan reciente como invocan otros autores y, como ejemplo, ponen las jornadas que los habitantes de las ciudades de la Baja Mesopotamia, Ur, Uruk, Nippur (fuera cual fuera su condición, estaban obligados a trabajar para el bien de la sociedad). La cosa, allí, se llamaba ‘corvea’ o ‘dubsig’, pero está claro que era lo mismo que se hacía (y se hace), aquí, puesto que inmediatamente me acordé de los trabajos comunales que los habitantes de todos los pueblos de León tenían la obligación de hacer: las hacenderas o facenderas, o como en mi pueblo, sencillamente, las cenderas. Por ejemplo: cuando nevaba con cojones, Vegas estaba mucho más transitable que León, pongo por caso, porque cada vecino limpiaba sus aceras y, llegado el caso y todos juntos, espalaban la nieve de la carretera que lleva a la general. Así un año tras otro y nadie podía negarse a hacerlo, mayormente porque les iba mucho en ello (si no estaba limpio el camino, las lecheras no podían entrar a por la leche y se tenía que tirar; o hacer flanes, que viene a ser lo mismo). Y hablamos de Vegas, que está en un valle. ¿Qué no harían los vecinos de Maraña, o de San Emiliano, o de Peranzanes, donde nevaba mucho más? ¿Esto significa que somos hijos de los iraquíes o de los sírios? Hombre, pues no. Lo que de verdad indica es que en las sociedades pequeñas, pueblos o villas, era y es importante sacrificar horas de tu tiempo para lograr el bien común. Claro es que esta movida es impensable en una ciudad como León o en una metrópolis, porque, por desgracia, no conocemos a nuestros vecinos y no nos ponemos de acuerdo ni para decidir si cambiamos la calefacción del edificio dónde vivimos. En Mesopotamia, también se convocaban ‘concejos’, en los que todo el pueblo decidía sobre los asuntos. Como posteriormente en Grecia. Allí, entre el Tigris y el Eúfrates, se llamaban ‘ukkin’ o ‘bäbtun’, raros que eran ellos, pero hacían lo mismo que en los pueblos de esta provincia cuando el Presidente tenía (y tiene) a bien convocar a los vecinos para informar de lo que se puede o no hacer en beneficio de la comunidad. Por cierto: la Junta de Castilla y León arde en deseos de eliminar tanto a las Juntas Vecinales como a los ‘concejos’, porque son la expresión más diáfana de ‘democracia’ que existe en el mundo.

Recordando, recordando, me acuerdo de un año en el que estábamos haciendo la cendera de la ‘presa grande’. Allí, un propio medía los metros de presa que le tocaba hacer a cada propietario. A los de las primeras iniciales nos asignaban una propina a mayores, puesto que siempre nos tocaba el último tramo, justo antes de la unión del Porma y el Curueño. En estas estábamos cuando por el banzo de la presa iba Benigno, un paisano mayor que andaba muy malamente, y que, entre tramo y tramo, iba siempre en burro. Un vecino, muy dicharachero, al verlo pasar, le preguntó muy eufemísticamente: «¿Dónde vais los dos?», a lo que el interfecto contestó: «a por cebada pá los tres», y siguió su camino... Nadie se enfado, y todos terminamos la jornada comiendo pan con escabeche y bebiendo tinto del Zorro como si no hubiera un mañana. Era la recompensa a un duro trabajo, que se hacía desde las nueve de la mañana hasta las ocho de la noche y que te dejaba derrengado, como si hubieses luchado con la contraria durante cinco o seis envites...

Lo que más me jode (y me jode mucho), es que estas muestras de ‘igualdad’ entre los habitantes de cualquier pueblo de la provincia, están desapareciendo a un ritmo vertiginoso y, por desgracia, las generaciones futuras no las van a rescatar, siendo, como son, más antiguas que la orilla del río.

Por cierto: una vez leí que los pueblos ibéricos de la antigüedad, fueron los últimos de todos en tener reyes, repúblicas y zarandajas similares. Algo bueno tendremos; o tendríamos, digo yo.

Salud y anarquía.
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