09/04/2023
 Actualizado a 09/04/2023
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Es difícil que exista Semana Santa más simple y con menos elementos que la que me llega de la infancia. Consistía en catorce cruces colgadas en los muros de una pequeña iglesia, que durante el resto del año ejercían de elemento decorativo sobre la pared encalada, pero llegada la semana Santa cobraban vida convirtiéndose en Calvario, unidas por angostos caminos invisibles con su polvo y cuestas, por los que avanzaba un Jesús coronado de espinas. Los niños del pueblo, en caso de tocarnos hacer el Vía Crucis, simulando la devoción que se esperaba de nosotros, leíamos la oración correspondiente a cada etapa del trayecto, desde el Pretorio de Pilatos hasta el Gólgota, parando ante la cruz correspondiente, mientras ocho o diez parroquianos, en su mayoría mujeres cubiertas con velo negro y devotamente arrodilladas, respondían bisbiseando una retahíla de responsos y rezos. En aquella época donde abundaban catecismo y sacristía, las historias bíblicas nos resultaban familiares y hasta conocíamos a cada apóstol por su nombre, lo que ayudaba mucho llegado estas fechas. Mientras la voz lectora avanzaba pegada a la pared, nuestra imaginación alzaba el vuelo pintando la estampa de lo escuchado y recorriendo nuestro particular calvario, según la estación correspondiente. Yo ubicaba el Huerto de los Olivos al final del pueblo, oía perfectamente los cuchicheos de los Apóstoles, aquella cuadrilla de acompañantes de Jesús que imaginaba como al grupo de amigos que alborotaba el pueblo, pero con túnicas. Ponía cara a Judas y a Pedro, los hijos de Zebedeo no me caían bien sin saber el motivo y al resto de apóstoles, casi todos pescadores, los imaginaba como al tío misionero que estaba al otro lado del océano. Santiago y Juan me resultaban entrañables desde siempre porque, según la Biblia, estaban con su padre cuando Jesús les convocó y estar en esa compañía les hacía amigables. Los apóstoles siempre tuvieron un punto de misterio, como si supieran más que el resto. «Se aconsejó a los apóstoles que usaran la paciencia, y no ofendieran innecesariamente, que fueran prudentes como serpientes y sencillos como palomas porque eran enviados como ovejas en medio de lobos».

Por increíble que parezca, en el pequeño espacio que había entre las cruces de la iglesia de mi pueblo, sin más elementos que la voz narradora deslizándose y parando ante ellas, acontecía lo mismo que en la Biblia. Entre los desconchones de una pared, Jesús era condenado injustamente por envidias fariseas y la debilidad de Pilatos y en apenas dos pasos y tres rezos ya cargaba con la cruz. En cuatro metros llegó a la cima del dolor, tragó el polvo del camino, cayó y se levantó sin más ayuda que la del Cirineo… Y como niños que éramos, respirábamos aliviados en el breve encuentro con la madre o cuando una mujer llamada Verónica le enjugaba el rostro.

En el imperio romano se decretó que la Pascua sería el primer domingo después de la primera luna llena, posterior a la llegada de la primavera. Aquí estamos, en la celebración más importante de la Iglesia cristiana: la Resurrección de Jesucristo tres días después de su muerte. En un domingo de Pascua en que la Virgen cambia el manto negro por blanco, rematando una Semana Santa que nada tiene que ver con la de mis recuerdos, en la que no caben más colores ni sonidos. Impresionan las riadas de gente que recorren este Monte de los Olivos asfaltado por el que avanzan pasión y muerte bajo palio, como si hubiesen cruzado la historia desde el fondo de los siglos, desde el Gólgota hasta el silencio de las piedras de León, convertido en un Jerusalén bullicioso. Al suelo le falta espacio para las mareas de nazarenos pisándose la estela unos a otros y para tanto público, paisanos, turistas y devotos.

No hay suficiente aire para tanta algarabía de tambores, clarines, esquilas y cornetas mezclándose con rezos, salmos y aplausos, relegando el silencio al fondo de los templos, en caso de quererlo. Algo saben los demás sobre la Semana Santa que uno desconoce, a juzgar por la explosión de alegría con que se vive, tanto por creyentes como por agnósticos, que es lo más extraño. Celebraremos el domingo de Pascua porque tenemos derecho a renovar la esperanza cada año, a soñar que el humano cambiará, desaparecerán los Judas y sus besos, los Pilatos lavándose las manos, las sentencias a inocentes, las crucifixiones y linchamientos públicos. Hasta se admiten encajes, terciopelos y tallas de oro y plata para adornar un poco esa historia que si, de niña me gustaba poco, de adulto, comprendiendo la crueldad que esconde, hace que me guste aún menos la Semana Santa. Ni todos los ornamentos del mundo conseguirán dar carácter festivo a una historia con sabor a pan ázimo y vinagre en la que un inocente fue sentenciado y crucificado, con una multitud jaleándolo hasta su muerte.

Feliz Pascua a todos.
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