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Carbón y más (XXXIV)

26/05/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Todos los años, el mismo día y a la misma hora se cruzaban con ella. Ellos, los vecinos del pequeño pueblo minero que se escondía al final de la carretera que llegaba hasta el valle. Ella, una mujer de unos cincuenta años, alta, vestida de un riguroso luto que le hacía aún más delgada de lo que era. Todos los años, el uno de noviembre, unos minutos antes de las cinco de la tarde, coincidían en el camino de tierra que llevaba al cementerio.

Los vecinos del poblado construido por la empresa minera, salían de los grandes pabellones de viviendas, que se distribuían de forma caprichosa por la ladera, aprovechando el terreno y cuyas fachadas blancas estaban llenas de cicatrices, de las heridas que las galerías que pasaban muy cerca de sus cimientos, provocaban cada cierto tiempo.

La campana de la iglesia sonaba a muerto y su repicar se multiplicaba por todo el pueblo tantas veces como difuntos esperaban en el camposanto. Los tejados de los pabellones, enlutados también de pizarra, repetían el tañido dentro de las casas, avisando a todos de que faltaban unos minutos para la cita con los que no están.

Ella llegaba en el coche de línea que hacía la ruta desde la ciudad, parando en un número infinito de aldeas. Era el mismo coche de línea en el que hace veinte años llegó al poblado con su marido, recién casados, tristes por haber dejado su tierra, pero ilusionados por la nueva vida que les esperaba en aquel lugar prospero, donde decían que el dinero brotaba de dentro de la tierra y lo sacaban cargado en vagonetas día y noche sin descansar.

Ocupaba el mismo asiento que aquel día, pero nada era igual. El asiento de al lado ahora estaba vacío y los pocos viajeros que había, vencidos por la rutina, ya no hablaban ni se sorprendían cada vez que a través del cristal se asomaba un castillete o el viejo tren aparecía por la ladera envuelto en una nube de vapor. Solo el chofer era el mismo, una buena persona que se negaba a cobrarle el único viaje que hacía cada año al pueblo.

La miraron con respeto, sin atreverse ni siquiera a saludarla. Ella no levantó la mirada del suelo cuando paso a su lado en dirección contraria al cementerio, con un ramo de flores en una mano y un ramo de recuerdos dentro del pecho.

Cuando llegó al pozo, el silencio lo ocupaba todo. La empresa daba permiso a sus trabajadores el día de Todos Los Santos, para que los mineros vivos y los mineros muertos compartieran un rato y se dijeran sin hablar las cosas que quedaron sin decirse.

El vigilante tampoco le dijo nada. Le entregó un carburo encendido, abrió la verja que cerraba el túnel oscuro que se metía dentro de la montaña y se sentó sobre unas traviesas a esperar su regreso.

Sabía que tardaría. El camino hasta la vieja galería, cegada por el derrumbe que la hizo viuda, sin un cadáver al que velar, era largo , y además a ella siempre le gustaba, después de dejar las flores junto a una sencilla cruz de madera y rezar, quedarse un tiempo hablando con su marido.
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