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Carbón y más (XXXI)

14/04/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Las gotas de sudor le caían despacio sobre la frente y las más arriesgadas resbalaban a lo largo de su nariz, asomándose al vacío. Normalmente no sudaba, pero esa mañana, a pesar del frio y de la helada, su piel era de escarcha salada. El cristal del casco se le empañaba, pero prefería no subirlo, para ver difuminada una realidad que se resistía a creer.

Agarraba con fuerza el escudo, que era lo único que le protegía de aquella lluvia extraña que caía durante los últimos minutos. El cielo estaba muy despejado, las nubes habían huido presintiendo lo que iba a ocurrir, y aun así, decenas de piedras, grandes tornillos y trozos de hierro y madera, caían sin orden alguno golpeando con fuerza el escudo.

Miró de reojo al resto de sus compañeros, que estaban perfectamente formados a su lado. Ninguno se movía, todos permanecían tranquilos bajo aquella tormenta de golpes y ruido. Eran veteranos, habían vivido situaciones como esa muchas veces, incluso otras mucho peores.

Hoy era para ellos un día más, otra hoja rutinaria en el calendario. A primera hora de la mañana, bastó una orden para ponerse en marcha y subir a las furgonetas blindadas con destino a un lugar al que en los últimos meses acudían con frecuencia.

Una hora antes, las llamas azuladas de los grandes neumáticos que ardían a lo largo de la carretera, rompían la oscuridad de la noche, y un camionero que viajaba a esas horas tardó apenas unos minutos en ver su camión atravesado en la calzada y sus llaves en manos de unos desconocidos.

Aquella barricada de fuego ahora solo era una respiración ahogada de humo negro que salía del amasijo de hierrosy restos de caucho. El camión seguía allí, con el motor aún caliente después del enorme esfuerzo de subir y bajar el puerto cargado de carbón. El conductor estaba tranquilo, fumando un cigarrillo junto a quienes le habían detenido. Había cierto aire de complicidad entre ellos y él prefería estar parado hoy una hora, que no parado para siempre si su trabajo diario dejaba de existir.

El ruido cesó de pronto. Bajó su escudo y pudo ver ya con más claridad lo que les esperaba al otro lado de la barricada. Decenas de hombres, algunos con la cara tapada con un pañuelo o un pasamontañas, estaban juntos, decididos a que su grito ahogado de auxilio se oyera muy lejos. Su voz tranquila se había diluido en los últimos meses en la moqueta de decenas de despachos, junto a otras muchas promesas incumplidas que la hacían cada día más mullida.

Detrás, otras muchas personas, también niños, esperaban con una mezcla de miedo y valor el final de aquella situación tan tensa. La lluvia les mojaría ahora a ellos, en forma de botes de humo y pelotas de goma.

Ninguna de aquellas personas le resultaba ajena. Todos eran vecinos y conocidos. Con dieciocho años, la mayoría de sus amigos habían decidido entrar a trabajar en la mina de su pueblo, pero él prefirió ser policía, su verdadera vocación. En unos segundos comenzaría la carga para volver a abrir la carretera al tráfico.
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