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Carbón y más (XXX)

31/03/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Cerró el portón trasero de su vieja furgoneta y se quedó mirando la matricula, que estaba tan brillante como el primer día. Tenía una numeración muy antigua, de las que ya no se veían en casi ningún otro coche de la ciudad. Llevaba con él cincuenta años y nunca le había dado problemas, pero desde que hace unos meses cerró el taller del barrio, donde siempre la llevaba puntual para sus revisiones, notaba algún ruido nuevo que comenzaba a preocuparle.

En los buenos tiempos llegó a tener tres furgonetas, que recorrían a diario, casi sin respiro para sus cansados motores, todas las calles de la ciudad e incluso los pueblos cercanos, en un ir y venir frenético, que se fue apagando poco a poco a medida que una nueva forma de vida llegó para quedarse, acabando con quienes como él, formaban parte imprescindible de otra forma de vivir.

Arrancó. El ronroneo del motor sonaba agradecido, contento por ir casi de vacío, después de años empujando tanta carga. En unos minutos estaba inmerso en la vorágine del tráfico del centro, salpicado de semáforos, rotondas, carriles especiales para todo lo que uno se pueda imaginar y obras que aparecían y desaparecían de un día para otro.

Se sentía extraño en aquel lugar a pesar de llevar allí toda una vida y haber sido de los primeros que recorrían aquellas calles con sus vehículos. El resto de conductores lo miraba como un bicho raro, como si hubiera aparecido de repente del otro lado del tiempo.

Tampoco reconocía ya las calles, que habían mudado su piel, perdiendo las grandes barriadas de casas bajas y plazoletas de tierra donde siempre había niños jugando. Ahora todo eran grandes edificios, con bajos llenos de escaparates y luces de neón, sin el colorido de la ropa tendida en las ventanas y el humo de las chimeneas entrelazándose juguetón de una casa a otra.

Pero no se perdió, llevaba haciendo ese mismo recorrido todas las semanas desde el primer día que abrió su almacén. Detuvo la furgoneta frente a la única casa de planta baja que sobrevivía en toda la zona y cargó al hombro el saco que llevaba en la parte trasera.

Ella le abrió la puerta como siempre, con su sonrisa, que no perdía frescura a pesar de las arrugas y con su bata azul casi tan desgastada como ella por los años. Y como siempre, después de dejar el saco en el cuarto del fondo del pasillo, se sentaron en la cocina a tomar el primer café de la mañana y a tratar de salvar entre los dos algunos recuerdos de su memoria.

Cuando al acabar cogió su monedero del cajón del armario de formica, él no le dejo abrirlo. Le había dicho hace meses que era su mejor cliente y que por eso ya no le cobraba.

Lo que no quiso decirle es que además era su único cliente. Hacía un año que había colgado en su almacén de carbón el cartel de cerrado. El tiempo nuevo había acabado con su modo de vida pero se negaba a que además acabara con el de ella.
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