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Carbón y más (XXVII)

17/02/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Ya hacía un buen rato que había anochecido. Estaba agusto allí, apoyado en la barandilla, solo, relajado después de un largo día que comenzó antes del amanecer y que no dio tregua hasta ese momento.

Observaba las estrellas de su trozo favorito de cielo, el que tenía en un rincón la estrella polar, su preferida, la que nunca cambiaba ni le engañaba, la que siempre estaba en el mismo sitio todas las noches, esperando por él, ahora que ya nadie se fijaba en ella para guiarse.

La noche estaba tranquila, demasiado, pensó. Nunca es buena tanta calma, es el silencio que precede al zarpazo de quien esta agazapado, esperando un descuido para convertirte en olvido.

Solo una brisa ligera se dejaba notar. Estaba frio, pero la caricia de estos retazos de aire era suave y caliente y le recordaba las manos de su madre. La brisa dejaba al irse un olor fresco y afrutado, seguramente robado en alguna isla lejana que jamás nadie descubriría.

El silencio era casi total. Al menos para él que ya estaba tan acostumbrado a los dos ruidos que le acompañaban cada noche, que ya no los oía. Uno era un ronroneo metálico, continuo, que a veces le parecía el zumbido de miles de abejas con alas de hierro encerradas en la bodega y noel resuello de aquel viejo motor que movía sin descanso el barco. El otro era la respiración del mar, rítmica, que golpeaba con la misma cadencia el casco oxidado, acunándolo despacio en esas largas noches de sueños profundos.

Dejó de mirar el cielo para fijarse en aquella lámina infinita de agua que le rodeaba y que brillaba como un cristal, pulido y verde. Parecía frágil pero no lo era. Aquella inmensa losa salada guardaba con celo cientos de barcos, algunos convertidos en esqueletos de madera podrida y otros cubiertos por la arena como viejas latas oxidadas. Junto a ellos miles de hombres, de los que ya nadie se acuerda y que siguen esperando a alguien que les rescate de un naufragio que seguramente nunca existió.

Ni ellos, ni el barco que ahora avanza rápido, sin importarle la oscura noche ni el agua helada, están solos. Les acompañan las miradas de los seres desconocidos que habitan la noche eterna del océano.

En el barco solo sus ojos y los del capitán permanecían abiertos. El resto de los hombres de la tripulación dormían, cansados. Había sido un día muy duro cargando aquel enorme granelero que llevaba carbón de un extremo del mundo a otro.
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