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Carbón y más (XXVI)

03/02/2015
 Actualizado a 12/09/2019
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Eran las seis de la mañana y aunque todavía no había amanecido, la luna llena se reflejaba con fuerza sobre la nieve virgen y toda la loma resplandecía como si la hubiesen encalado. Llevaba nevando con fuerza desde la tarde del día anterior, y a esta hora temprana, a diferencia de otros días, no se oía un solo ruido y la calma extraña era señal de que los animales intuían que la nieve había llegado para quedarse mucho tiempo.

Solo un leve crujido rompía esta quietud. Un sonido rítmico y constante que llegaba del extremo de la loma que daba al otro valle. Era el grito apagado de la nieve al ser desgarrada, el quejido tenue de los copos aplastados por quien no se puede detener.

Detrás de la primera sombra apareció otra, y luego otra más, y así hasta completar al menos una docena de hombres, que caminaban en hilera, siguiendo al primero y pisando en los mismos huecos que éste iba abriendo con sus grandes madreñas de madera de haya.

La nieve había dado una ligera tregua, pero la ventisca que se había despertado juguetona, hacia muy difícil avanzar y los copos se clavaban como cristales en la piel curtida, arrojados por un temporal que no consentía que nadie lo desafiase.

El más veterano de todos era el que guiaba al resto, avanzando sin dudar, a pesar de que el viento nevado apenas le dejaba abrir los ojos. Pero podría recorrer este camino a ciegas si fuese necesario, lo llevaba haciendo desde que cumplió los catorce años, de día, de noche, en verano y en invierno, con un sol abrasador o con una helada que dejaba las frases siempre inacabadas al congelar la última palabra.

De lejos, de aquella misteriosa comitiva solo se podían distinguir algunas luces temblorosas, las de los cigarros encendidos y pegados por el frío a los labios y la del viejo carburo que el guía llevaba levantado con la llama iluminando apenas un par de metros al frente. Si los grupos de difuntos que suelen recorrer estos montes sin rumbo fijo en busca de un lugar definitivo, se hubiesen encontrado con ellos, se habrían apartado respetuosos.

Los más veteranos calzaban madreñas, que les mantenían los pies secos y calientes. Los más jóvenes chirucas desgastadas o botas de agua. En la cabeza, solo el rabo de la boina asomaba entre la nieve acumulada y los pantalones de pana desgastada y los toscos abrigos de lana apenas podían parar el viento helado.

Ninguno hablaba, no estaba la madrugada para conversaciones. El único sonido que acompañaba su marcha era la tos constante de uno de ellos, que iba el último para no molestar al resto y que dejaba a su paso un rastro de saliva viscosa y negra sobre la nieve.

Comenzaba a amanecer y aún les quedaba un largo camino. Los días de nieve, los siete kilómetros que separaban su pueblo del pozo minero en el que trabajaban, se hacían eternos.
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