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Carbón y más (XXV)

20/01/2015
 Actualizado a 18/09/2019
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Las viejas cocheras eran un hervidero de gente que subía y bajaba de los autobuses que entraban y salían continuamente, llenándolo todo de una nube densa con un fuerte olor a gasóleo. El patio interior de aquel céntrico bloque de edificios que las albergaba se había quedado pequeño para recoger todo aquel ir y venir de personas entre la capital y los pueblos de la provincia.

Estaba esperando el último coche de línea para regresar a casa. Ya anochecía y el frío comenzaba a morderle con fuerza las manos, ocupada una en sujetar el cigarro, que se consumía humeando entre los dedos, y la otra en agarrar con fuerza una bolsa de la que sobresalía un paquete envuelto en un llamativo papel de regalo con un lazo de tela azul.

Había llegado muy pronto, en el primer autobús de la mañana, que hacía un viaje interminable, parando en todas los pueblos que salpicaban la maltrecha carretera que unía el valle minero con la capital.

Era un autobús muy largo, con dos cuerpos que se unían por una especie de acordeón de goma negra, que encerraba una plataforma giratoria. En las curvas mas cerradas casi se llegaban a juntar las dos partes y los niños jugaban a tocarse a ambos lados de las ventanas.

Cuando se sentó en el raído asiento de escay, cerró los ojos y se hizo el dormido. No quería hablar con nadie, no quería seguir mintiendo. Llevaba haciéndolo desde hace días. Mintió al capataz de la mina, cuando le pidió permiso para ir a la ciudad a arreglar unos papeles urgentes. Mintió a sus compañeros, al decirles que tenía una revisión médica para ver si conseguía un grado de silicosis. Y mintió a su mujer, que acostumbrada a acompañarle siempre, no entendió porque no podía ir con él a la sede del sindicato minero para solucionar una sanción por la última huelga en la que su piquete bloqueó el pozo durante días.

Nunca había mentido a su mujer. Alguien que se levantaba antes que él para encender la cocina de carbón y prepararle el desayuno y el bocadillo para el trabajo, que se acostaba tarde con los ojos rojos de remendar los monos de faena, que tenía las manos ennegrecidas de lavar la ropa hasta lograr que no quedará en ella ni una gota de carbón, que sufría cada vez que le veía marchar a la mina y lloraba cada vez que le veía regresar a casa, no se lo merecía.
Por eso se sintió aliviado cuando bajó del coche de línea y se perdió en el anonimato de las calles anchas de la ciudad, llenas de gente desconocida. Y no tardó mucho en llegar frente al escaparate de aquel comercio en el que su mujer se había parado a mirar un vestido de cuero negro que no se atrevió a comprar porque le pareció muy caro para el sueldo mas bien justo que ganaba su marido a cambio de jugarse la vida cada día.

Apagó el cigarro. El autobús de regreso acababa de llegar. Miró de nuevo la bolsa con el paquete. Su mujer era la única razón por la que entraba cada día a la mina y mañana era su cumpleaños.
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