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Carbón y más (XXIX)

17/03/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Giró rápido la llavevarias vueltas, hacía mucho frío en el descansillo y quería entrar cuanto antes en casa. Empujó la puerta y antes de que se abriera del todo ya notó una sensación agradable que le compensó en un segundo las largas horas fuera. No se arrepentía de haber instalado aquel termostato automático que encendía su calefacción eléctrica un par de horas antes de su llegada. Palpó despacio la pared hasta encontrar el interruptor. La luz intensa del fluorescente inundó todo el pasillo y él se sintió agusto de estar de nuevo en casa.

La ventisca de nieve, que hasta hacía un minuto se ensañaba con sus ojos, paró de repente y el sol volvió a aparecer con ganas de revancha frente a la gran nevada. Desde allí arriba todo se veía blanco, reluciente, como recién puesto. Se esforzó por ver sus huellas en la nieve pero ya se habían tapado de nuevo. No quedaba rastro de todo su esfuerzo, caminando durante más de dos horas con la nieve hasta las rodillas para llegar a aquel lugar perdido entre montañas. Apretó la última tuerca y guardó los alicates en el bolso de su mono de trabajo. Estaba a muchos metros de altura, colgado de aquella torre de alta tensión, reparando la avería que la nieve había provocado y que dejó sin luz a miles de personas de una ciudad lejana. Pero no sentía vértigo.

Las luces del viejo panel de color verde parpadeaban alocadas. Amarillas, rojas, blancas…sus destellos llenaban la gran sala de control, salpicando de brillos y sombras todo aquel espacio silencioso. Abrió la tapa del termo y lleno de nuevo la taza de café. Las ocho horas de su turno de trabajo se hacían interminables y el café le ayudaba a estar atento y no perder de vista ninguno de aquellos cientos de pilotos que se empeñaban en encenderse y apagarse sin previo aviso. Su vista iba rápida del panel a la gran pantalla del ordenador, cambiando la mirada en cada parpadeo. De su trabajo en la sala de control de la central térmica dependía que la electricidad llegase a tiempo a los rincones más oscuros del país.

La niebla lo envolvía todo como una mortaja blanca y no dejaba ver más allá de lo que alcanza la mirada de un niño tímido. Un descuido, un giro mal calculado y pasaría a formar parte de la leyenda de los desparecidos en el fondo del precipicio.

Iba tranquilo, siguiendo las dos luces rojas que se movían despacio unos metros más adelante y controlando las dos luces amarillas que le seguían unos metros más atrás. Les gustaba atravesar juntos aquel tramo del puerto, les daba seguridad y hablar y bromear entre ellos por las emisoras impedía que viesen las miradas tristes e inertes que les observaban desde el arcén de la carretera. Los viejos camiones subían casi detenidos aquella cuesta interminable y toda su enorme estructura chirriaba como si fuese a despedazarse en cualquier momento. Era la misma rutina cada día, subir y bajar dos veces aquel puerto llevando a la central térmica el carbón de la mina.

Se sentó sobre el tronco de madera. Estaba mojado, pero no tanto como él. Aquella galería cada día sudaba más y el agua corría libre por las paredes escapando por miles de agujeros que hacían impensable que todo no se viniera abajo en cualquier momento. Llevaba más de ocho horas trabajando con el agua por encima de los tobillos, arrancando el poco carbón que aún quedaba en aquel frente al final de la galería del séptimo piso. Ya era hora de irse.
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