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Carbón y más (XXIV)

06/01/2015
 Actualizado a 11/09/2019
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Colocó con el gancho la ultima arandela de la vieja cocina y posó el paletón manchado de carbón en el cubo roto de plástico azul que usaba para traerlo de la carbonera que tenía al fondo del corral. Sonrió satisfecho y se sentó a esperar en el escaño , junto a la ventana. Era de noche y hoy a diferencia de otros días no había cerrado las contraventanas ni apagado el pequeño candil con el que iluminaba la estancia.

No tenía sueño a pesar de ser ya muy tarde . Había despertado antes del amanecer, nervioso, porque aunque hacía días que había pedido media tonelada de carbón, todavía el almacén de la capital no se lo había servido.

Desde que cerró la mina era difícil encontrar carbón, y mas difícil aún encontrar carbón bueno, que diera el calor que todavía llevaba pegado en la piel y que le recordaba su niñez . Hasta hace unos meses se arreglaba comprando el carbón a un vecino, que ya no lo usaba, obligado por sus hijos a instalar una potente calefacción de gasoil y tirar la estufa de hierro que calentaba toda la casa desde un estrecho pasillo. Apenas pudo disfrutar aquel calor raro que no quemaba las manos cuando tocabas los radiadores, el tercer grado de silicosis le quitó el frío para siempre antes de que el flamante deposito adosado a la fachada de la casa se vaciase del todo.

Aquel privilegio que tenían los mineros, recibir todos los meses unos doscientos cincuenta kilos de carbón, que ellos llamaban el vale, se había ido extinguiendo poco a poco, al mismo ritmo que habían ido desapareciendo los últimos jubilados de la mina, sin ruido, como lo hacía al atardecer la niebla de la orilla del río.

Durante años, a primeros de mes, las estrechas calles se llenaban de carros que iban repartiendo los vales por las casas a los mineros, también a los ya jubilados y a las viudas, a las que la empresa compensaba la perdida del calor de sus maridos con el calor del carbón que sus hombres hubiesen arrancado de seguir vivos.

Los carros dieron paso a grandes camiones que no cabían por las angostas calles y repartían los vales en la plaza del pueblo. Un cajón de madera sin fondo hacia de medida y en pocos minutos la plaza se llenaba de montones negros, que desaparecían tan rápido como los guajes cargaban los capazos y los carretillos. Ahora que la bocamina estaba tapada por una gran montaña de escombro ya nadie recordaba que la vida del pueblo había manado por aquel negro agujero durante mas de un siglo y era hasta difícil encontrar carbón para las cocinas. Por eso él respiró aliviado cuando vio llegar a primera hora de la tarde la furgoneta con su pedido.

Llevaba viviendo en aquella casa al menos los mas de noventa años que tenía y hasta donde le alcanzaba la memoria, nunca había faltado calor en aquella cocina en una noche tan especial. Todo estaba preparado, el candil para señalar la casa, los tres vasos de leche templada, los sequillos horneados esa tarde, y el calor de carbón para que se repusieran de la fuerte helada de enero en el valle. Miró el resplandor del fuego entre las rendijas y pensó que este año por fin los vería. Pero como siempre, se quedó dormido.
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