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Carbón y más (XXIII)

23/12/2014
 Actualizado a 11/09/2019
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Desde que trabaje en la embajada de España en París, tengo la costumbre de comprar todas las navidades el mismo champagne. Es un espumoso muy selecto, con el que el embajador ofrecía la copa de navidad a todos los empleados de la delegación y a los representantes de otras embajadas.

Es un champagne difícil de encontrar en España, muy caro, y que a mí me suministra todos los meses de diciembre la tienda de productos exclusivos de unos grandes almacenes.

Hoy me han avisado para ir a recoger las dos botellas que siempre compro, y con las que brindo con mis colaboradores más cercanos en el ministerio, la única familia que me queda. De camino, en el coche oficial, he recordado la primera vez que vi escrita la palabra champagne.

En la etiqueta, muy llamativa, de color blanco y dorado, ponía con letras también doradas, grandes y elegantes, Champagne Dubois. Aunque mi madre dijo que el encargado del economato, al dárselas, había pronunciado champan dubua, dos botellas de dubua.

Las botellas sobresalían del resto de productos, colocados todos muy ordenados sobre la mesa de formica de la cocina. Eran de un vidrio verde claro, que reflejaba las lenguas de fuego que salían de vez en cuando por las rendijas de la cocina de carbón. De la mitad hacia arriba estaban forradas con un brillante papel de color oro, y yo pensé que lo que tenían dentro debía de ser muy valioso para llevar todo aquel lujoso envoltorio.

Y seguramente lo era, porque mi madre, que aun estaba fatigada por haber traído aquella gran caja desde el economato minero hasta casa, miró muy seria a mi padre y le dijo que una era para Nochebuena y otra para Nochevieja, y que no se le ocurriera abrirlas antes.

Mi padre me guiñó, no se dio por aludido y siguió mirando con orgullo el resto de productos que venían con las botellas. Turrón, blando y duro, una tableta y media de cada, porque esa era la norma, media tableta por cada miembro de la familia. Aceite, azúcar, arroz, higos, pasas, peladillas y unas grandes naranjas, de piel reluciente, dos por cabeza. Y algo que a mi madre le gustó mucho, un rollo de pavo congelado, relleno y ya cocinado. Nunca había visto algo tan práctico, pensó.

Aquel aguinaldo navideño era el primero que tenía mi familia. Mis padres habían escapado de la pobreza del campo, para refugiarse en aquella cuenca minera, donde a cambio de jugarse todos los días la vida, la empresa les pagaba un sueldo digno a final de mes, les daba carbón para sus cocinas y en navidad, con gran solemnidad entregaba a cada obrero una caja llena de productos para que pudieran celebrar sin apuros la navidad.

¿Esta seguro señor ministro? El responsable de la tienda se quedó muy sorprendido cuando al llegar le dije que anulara mi pedido, que este año había cambiado de opinión y celebraría la navidad con Champagne Dubois.
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