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Carbón y más (XXII)

12/12/2014
 Actualizado a 14/09/2019
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Ocho ataúdes de pino. Ocho cajas de madera blanca, colocadas en una doble fila que ocupaba el centro de la sala de reuniones del local sindical.
Nadie se lo había pedido al carpintero del pueblo, no recibió ningún encargo, pero cuando a las doce y media de la mañana oyó una gran explosión al otro lado de la loma, miró a su mujer, y sin mediar palabra, se encerró en su taller.
Comenzaba a amanecer cuando encajó la tapa del último ataúd. En ese mismo momento, salía del pozo de la mina, llevado por dos compañeros, el último muerto, el numero ocho.
Tenía las manos hinchadas y rojas de trabajar tantas horas seguidas y de golpearse a veces al clavar con rabia las puntas sobre la madera aun verde. Desde hacía unos meses apenas daba tiempo a que la madera secase.
Miró los féretros recién hechos, apoyados de pie sobre la pared mas larga del taller. Siempre conocía el número exacto, nunca se había equivocado. Después de cada accidente, los mineros sabían que tendrían a punto, sin decírselo, los ataúdes justos para enterrar a los suyos.
Meses atrás, un derrumbe inesperado dio un zarpazo mortal en el cuarto piso del pozo, el más peligroso de todos. Las brigadas de salvamento tardaron varios días en llegar hasta allí para rescatar a los atrapados. Todos se temían lo peor, alguien dijo que el carpintero tenía ya acabadas cinco nuevas cajas.
Cuando el capataz de la empresa minera llegó con un carro tirado por dos bueyes a su taller, solo le pidió cuatro ataúdes, uno para cada minero muerto en el derrumbe. Lo dijo aliviado, con el mismo alivio que sintió la mujer del carpintero al oírlo, después de llevar tanto tiempo angustiada. El no dijo nada, ningún gesto asomó a su cara.
Al día siguiente, el mismo capataz volvió a llamar a su puerta. Venía a recoger el quinto ataúd. La mujer del minero mas joven, el último en salir ya sin vida de la mina, no pudo soportar el dolor y se negó a llevar la misma vida que su madre, viuda minera desde hacía cuarenta años.
Unos días después del entierro de los últimos ocho mineros, a las cinco de la mañana los vecinos del pueblo despertaron sobresaltados con el repicar estridente de la campana de la iglesia. Todos sabían el significado de aquella llamada desesperada.
Las llamas se elevaban desafiantes al cielo, alimentadas por la gran cantidad de madera acumulada en el taller. Los vecinos no pudieron hacer nada con sus viejos cubos de latón. La mujer del carpintero lloraba desconsolada viendo como se consumían sus sueños.
Horas después, de la carpintería solo quedaban las viejas paredes de piedra ennegrecidas. Del carpintero nunca más se supo.
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