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El campo: nuevo intento por sobrevivir

05/02/2024
 Actualizado a 05/02/2024
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No trabajé el campo, salvo ayudando a mi padre a regar patatas y lechugas, cubo a cubo, en la huerta del pueblo. Tampoco él fue propiamente agricultor, pero conservaba la pasión por cosechar un poco de todo, para el avío de casa. El resto de la familia sí cultivó el cereal y el forraje, en tierras a menudo de secano, con hartas dificultades y pocas ayudas. Yo recuerdo aquellas tardes de la infancia, los árboles cenicientos, la modorra de los veranos, los últimos carros que nos llevaban sobre la montaña de heno (nadie decía heno, la verdad), o junto a los carriegos de la vendimia, intensamente perfumados. Sí, y recuerdo los tractores de colores vivos, modestos primero, luego sofisticados, cuando llegaron aquellos modelos centroeuropeos, y de otros lugares… No, nunca tuvimos un tractor. Pero componían un paisaje hermoso. 

Pienso en todo eso, en la infancia agrícola romantizada, mientras la agricultura vuelve otra vez al primer plano de la actualidad. Les ha costado, como siempre. Han tenido que lanzarse a las carreteras, llevar todos esos tractores de colores fascinantes al corazón de las ciudades, en Bruselas y aquí. Las gentes del campo tienen que llevar a cabo despliegues de esta naturaleza, de lo contrario pasarían completamente desapercibidos. 

Por lo que sea, los agricultores (y los ganaderos) deben luchar contra este relato contemporáneo que se afana en el ruido que emite el engranaje de la política, sin salir de ella misma, o los temas de moda, que no son pocos, o lo que exsuda el cuerpo formidable de las ciudades, donde muchos creen que se mueve todo lo que importa de verdad en el mundo. Pero, de pronto, alguien se percata de que la comida la produce alguien. Parece cosa de Perogrullo, lo sé, pero se diría que la distancia entre la ciudad y el campo se ha agrandado de manera insalvable, y, de pronto, cuando aparece una crisis, llegan las sorpresas. 

No, no se puede vivir de espaldas al campo. No hay progreso posible sin una atención cuidadosa de la agricultura, porque es ahí donde empieza todo. Donde empezó hace miles de años, en el Neolítico, lo que supuso un cambio en las formas de vida, y fue aquel cambio, el descubrimiento de las semillas que germinaban, el que nos ha traído hasta aquí. ¿Por qué el campo se ve obligado a permanecer a menudo en segundo plano, por qué está tan invisibilizado, si dependemos absolutamente de él? Sólo cuando se produce un efecto indeseado, como el aumento del precio de muchos productos en el momento de alcanzar al consumidor final, parece que saltan las alarmas. Incluso la sequía tiende a ser obviada, hasta que ya no es posible evitar hablar de ella y de sus perniciosas consecuencias.

Lejos queda aquella infancia romantizada, cuando se construyeron algunos canales que convirtieron tierras pedregosas en regadíos con posibilidades (el proceso sigue, y parte del paisaje de la provincia ha cambiado gracias a eso, pero la política hídrica es objeto de tensiones, porque el agua, sin duda, es uno de los grandes valores en disputa en el mundo de hoy). Parece lógico que los agricultores protesten en las calles, acuciados por el aumento de los costes de producción y de los transportes, por las presiones de los acuerdos de libre comercio, por la multiplicidad de normas que, al parecer, regulan los mercados, aún a pesar de la Política agraria común (PAC), y, especialmente, por las disfunciones que, leo en los periódicos, pueden provocar los controles de calidad y las exigencias fitosanitarias, dependiendo de donde provengan los cultivos. Y de cómo se establezca su trazabilidad. No creo que los agricultores estén en contra de la seguridad alimentaria, que en último caso les perjudicaría a ellos mismos. Se quejan en Francia, por ejemplo, de que su país establece aún más normas sobre las normas ya existentes, pero el asunto no está en bajar el listón, sino en que ese listón sea igual para todos.

En general, un enfrentamiento entre ecologistas y agricultores no creo que beneficie a nadie. Sí es cierto, como decía Julio Llamazares en un artículo publicado esta misma semana en varios periódicos, que la política sólo parece comprender la urgencia del problema cuando siente la presión de la calle. El campo ha de ir a la ciudad, qué remedio, donde existe la visibilidad, donde tanto se consume (y quizás no siempre con suficiente consciencia de lo que cuesta producir un tomate o una manzana de calidad), para mostrar allí su desacuerdo. ¿Qué otra cosa podría hacerse? Esto ha sucedido esta pasada semana con un gran apoyo de la población en todas partes, como ya se ha visto. Y ello a pesar de los inconvenientes de los atascos provocados por la llegada de las columnas de tractores al corazón de las urbes. 

Por supuesto que muchos agricultores, yo diría que una gran parte, no se manifiestan por cuestiones ideológicas, aunque de todo habrá, pero sí que sienten el olvido y el abandono, como lo sentiría cualquiera. La desafección política provoca a menudo situaciones inéditas. Si algunos no logran conectar con el campo, otros vendrán que buscarán ahí el nicho de sus votos. ¿Acaso no ha cosechado Trump la mayoría de sus apoyos en el sector agrícola? Pero, más allá de ideologías, resulta difícil negar el creciente ninguneo del mundo rural, sometido además a procesos graves de envejecimiento, que lastran la incorporación de las generaciones más jóvenes. Por no hablar de la burocracia, un mal endémico de este país que, tantos años de democracia después, parece seguir ahí, de manera obsesiva. Conozco bien Europa y la mayoría de los países avanzados no se pierden en un océano de papeles interminables que, no pocas veces, hacen desistir a los agricultores. 

Lo grave es que, en este terreno, perdemos todos. Todos comemos. Defiendo la seguridad alimentaria, desde luego, y creo que es malo caer en populismos ultraproteccionistas, como hizo Ségolène Royal esta misma semana. No es ese el camino. La reforma de los criterios de la PAC, que ya se prefiguran en el informe 2023-2027, pasan, como ha señalado Eric Andrieu, por favorecer la producción local y familiar, el producto de cercanía que evite largos transportes (hay que ponerse en serio con los sistemas ferroviarios de mercancías), por gestionar bien los cada vez más escasos recursos hídricos (la sequía, parece, está aquí para quedarse), por el almacenamiento de carbono en los suelos y por limitar las emisiones. Hay que privilegiar la salud y las prácticas alternativas seguras, claro está, pero para llevar a cabo una verdadera transición ecológica los agricultores (y los ganaderos) necesitan ingresos estables. No parece tan difícil de entender.

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