25/11/2023
 Actualizado a 25/11/2023
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Aragón y Cantabria son las primeras comunidades autónomas que tramitan la derogación de sus respectivas leyes de memoria histórica, sin duda una buena noticia para la salud de nuestra democracia, actualmente tan amenazada.

Estoy convencido de que todo el mundo tiene derecho a enterrar dignamente a sus muertos, y que ese derecho debe ser amparado y fomentado por el poder público, pero también creo que no ha sido ese el objetivo perseguido por este tipo de normas.

Al margen de crear infinidad de chiringuitos ideológicos fuertemente subvencionados –que esta y no otra es la motivación fundamental de muchos de sus promotores–, las leyes de memoria histórica que han proliferado desde los tiempos de Zapatero constituyen una herramienta manifiestamente totalitaria, al tratar de regular sobre la memoria, la conciencia y el pensamiento, excediendo con creces lo que en un Estado de derecho es el ámbito y la función propia de la ley. Por otra parte, han tratado de imponer una visión de la historia que convierte a media España en verdugos y a la otra media en víctimas. Esto no sólo es falsear la realidad, sino promover de nuevo el enfrentamiento entre españoles y entorpecer una convivencia pacífica que se construyó sobre la base de que era posible una reconciliación que, olvidando viejas heridas, nos permitiese construir juntos un futuro en democracia. Al menos esto es lo que nos vendieron los llamados padres de la patria.

Y para contemplar la mejor forma de construir el futuro nada mejor que fijarnos en el ejemplo de los 20 mártires de la persecución religiosa en España beatificados el sábado pasado en Sevilla. Desde luego fueron víctimas, asesinadas sin juicio alguno, sin haber llevado ningún uniforme, sin haber portado nunca un arma, sin otra razón que el odio a su fe, y sin embargo murieron perdonando a sus verdugos.

Su beatificación ha sido clamorosamente ocultada por los medios de comunicación, y del recuerdo de estos mártires no se ha ocupado ninguna de tantas asociaciones y presuntos historiadores que viven de la llamada memoria histórica. No cumplen, al parecer, sus requisitos.

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