08/05/2024
 Actualizado a 08/05/2024
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Hoy miraba unas fotos de Nan Goldin, esa mujer que retrató su dolor como mujer maltratada y el de sus amigos enfermos de SIDA, apenas espectros ya, colgados de burbujas de suero, abrazados a sus amantes antes de morir. Hay algo que me parece hermoso en las fotos de Goldin, atmósferas decadentes de luz mortecina, a veces terriblemente blanca y reveladora de cada detalle, personajes que parecen ajenos a la cámara, incluso cuando la miran, como si ya se hubiesen ido, como si parte de ellos habitase otro mundo.
Me gusta la experiencia de contemplar la travesía vital de Nan, a pesar del dolor, porque éste forma parte de la vida, al igual que lo distinto a mí, lo que me contradice y aquello que no logro comprender. 

Me niego a limitar la belleza a una apariencia limpia, estandarizada, absolutamente perecedera e igualadora. Quiero creer, que la belleza amplía su campo al espíritu, frenar la avalancha de imágenes que la reducen a un producto de marketing y de consumo. Elegir la belleza que abre caminos hacia el interior. 
Decía Kafka que «fotografiamos cosas para ahuyentar el espíritu. Mis historias son una forma de cerrar los ojos». Pues bien, yo pienso que hay un tipo de fotografía y de cine que se asemeja a cerrar los ojos. Hay en ellas un tiempo de ver y un tiempo para meditar. Son imágenes que pasan descalzas sobre el espíritu de quien las contempla y dejan, no obstante, una huella indeleble. 

Hoy en día, como muchos filósofos han apuntado, estamos en la sociedad de la cancelación. Si algo no me gusta o me lleva la contraria, lo borro, lo elimino, con la violencia que esto implica. La búsqueda de la belleza cae en la inmediatez y en la homogeneización de criterios que se ponen de moda. Lo diferente asquea, revuelve, se aparta. La belleza atrae porque puede ser objeto de consumo, no sólo de contemplación. El caso es que muchos han comprado esta idea de lo bello e, inmersos como están en la supervivencia, no encuentran, ni desean, un tiempo para llenarse de belleza, sin caer en que nuestro tiempo aquí es tan ilimitado como incierto. 

Recientemente volví a ver esa joya cinematográfica que es ‘Poetry’ el filme surcoreano dirigido por Lee Chang-Dong. En él, una mujer de 65 años que está comenzando a percibir que el olvido se apodera de ella, entra en un taller de poesía. Como se pueden imaginar es una historia bellísima, también estupendamente realizada, pero que provoca una cierta dosis de dolor en el espectador. Es una de esas películas que nos ayudan a enfrentar la muerte y como reverso indisoluble, a vivir, mientras podamos, una buena vida. Es un reto buscar la belleza cada día en algo, aunque sea una nimiedad. Quizá escribirlo en unas cuartillas o en un cuaderno, a mano, con el calor de nuestro pulso. Recoger la belleza en los despertares que implica el darse cuenta de algo que antes no veíamos, en esas experiencias sensoriales y emocionales a las que estamos expuestos siempre, acorchados muchas veces por la prisa. 

En definitiva, ser exploradores, exponernos, ver más allá, ser permeables a lo nuevo, a lo diferente. Y cerrar los ojos.

 

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