27/11/2021
 Actualizado a 27/11/2021
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Creo que entre los ebanistas la madera de chopo no es especialmente apreciada. Imagino que se lleven la gloria otras más robustas o misteriosas, como el roble y el cedro, pero a mí los chopos, en su esbeltez humilde y lacónica, siempre me han inspirado simpatía. El tono cobrizo de sus hojas es uno de los más exultantes del otoño y, para quienes seguimos siendo hinchas del Athletic, la figura legendaria de Iribar, a quien apodaban ‘el Chopo’, siempre será un icono memorable. Por eso, cuando he sabido que en la carretera que une Las Murias con Lago de Babia han talado de modo inmisericorde docenas de chopos, se me ha encogido el corazón. Máquinas monstruosas como panzers alemanes (que, en su itinerario brutal, por cierto, se han llevado por delante la esquina de alguna casa) han dejado un panorama desolador, triturando como los lápices de un niño los árboles que hallaban a su paso. Se me dirá que el propietario estaba en su legítimo derecho y que esta crónica no deja de ser el lamento de un diletante llorica. Seguramente, tengan razón. Pero a veces la vida alberga matices y alternativas que tienen que ver con cosas intangibles, ajenas al dinero, como la memoria y la sensibilidad. No sé. Se habla mucho de la España vaciada, pero aunque sea políticamente incorrecto decirlo, también habría que apelar a quienes, tomando la decisión de quedarse, aceptan que se deteriore o se vulnere su propio espacio. O que les importa un carajo lo que pasa, en términos estéticos, dentro de él (esos bidones de plástico que ves arrojados en los caminos). A lo mejor la desaparición de los chopos no les concierne, o hasta les parece útil, pero eso constituye, en términos de geografía humana, una paradoja triste. De algún modo esa tala también representa una alegoría: la de una provincia que ha dejado que la maltraten, desnuden y humillen durante décadas. Ya no es el estrépito del árbol que cae en la soledad del bosque sin que nadie lo perciba, sino la carnicería de sierras y motores que oyes delante de tus narices. Queda la certeza de que nosotros, como especie, desapareceremos de la faz de la tierra y de que, tarde o temprano, los árboles volverán a crecer. Pero de momento nos aflige pensar en ellos y comprobar que, como los lápices de colores, no volveremos a ver los chopos altos y esbeltos de nuestra infancia.
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