La pasada semana me preguntaron en un programa de tertulias de la televisión local de Alicante en el que participo que si me gustaba la Semana Santa. Con la timidez propia del que no está verbalizando lo que piensa dije que pese a ser católico practicante no me entusiasmaban especialmente las procesiones. En realidad, sí que me gustan, pero las de León. Hubiese sido descortés que en pleno directo un servidor osara soltar esa confesión que me hubiese excomulgado de toda comunión con los vecinos de la ciudad en la que vivo. Pensé que ya tenía bastante con los estragos causados por mis comentarios poco impetuosos sobre las Hogueras de San Juan; no querría yo que mi cuerpo sustituyese en el fuego al cartón piedra de los ninots.
Me acuerdo mucho de la Semana Santa leonesa, de sus distinguidos recorridos y tributos. Observo con cariño y nostalgia la religiosidad de nuestra tierra porque me teletransporta a mi infancia, a cuando estaba viendo la procesión en primera fila y tenía miedo a los papones negros que con la mirada parecían darte un ultimátum. Luego ese miedo se tornaba en un alivio fraternal cuando al terminar la marcha un familiar tuyo se quitaba la capucha y te dabas cuenta de que ese oscuro encapuchado era tu primo. Recuerdo que dar la mano a un papón era como si hubieses recogido un saco entero de caramelos en la cabalgata de reyes, rozar con yemas de los dedos el sedoso guante del procesante te hacía sentirte especial como si te concediera por la gracia de la Pascua una indulgencia plenaria; que yo por aquel entonces no sabía ni lo que era eso de aquella amnistía penitencial, pero me recorría todo el cuerpo un efecto placebo espiritual. Puedo saborear las oleas que compraba en esos míticos carritos que seguían el paso de la procesión y que parecían copiar las maniobras de los pasos; las reclamaciones de que se vendían almendras garrapiñadas se mimetizaban con el redoble de tambores y el toque de trompetas como si fuera una parte más del ritual.
He vivido en Madrid durante dieciocho años, llevo en Alicante casi diez y en ningún momento se me ha ocurrido llamar a los penitentes nazarenos, en mi cabeza son papones y los equivocados son los otros por no saber que en León los llamamos así.