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Aquellas tardes con Pereira

01/04/2019
 Actualizado a 10/09/2019
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En 2014, y casi por estas mismas fechas, la Fundación Antonio Pereira organizó una de sus maravillosas mesas redondas en torno a la figura y la memoria del escritor villafranquino, bajo el título de ‘Antonio Pereira: los lectores de Poniente’. Tuvo a bien invitarme, algo que siempre he agradecido no siendo yo un verdadero especialista en su obra, sólo un conocedor emocional, y más aún a sabiendas de que yo no era (no soy) estrictamente un lector del Poniente, por mucho que viviera en él. Algunos años por el Noroeste bien valían ese título, supongo, pero los que de verdad venían de esta tierra extrema del Atlántico, desde donde escribo ahora, eran el inagotable y erudito Ponte Far, el buen amigo y colega Luciano Rodríguez y el escritor y columnista Xosé Carlos Caneiro. Ellos me acompañaron en la mesa de aquel día, mientras desgranábamos nuestro aprecio por Pereira, hombre y escritor, como suele decirse a la manera clásica, innegociable aprecio tanto en lo literario como en lo dulce y fieramente humano.

He querido recordar ahora aquellos maravillosos años, aquellas tardes con Pereira, cuando está próxima a cumplirse una década de su muerte, y con motivo también del espléndido congreso que en su memoria comienza en León mañana mismo (‘Entre la seda y el hierro’), trufado de amigos y estudiosos por lo que veo, cuyos relatos no podré escuchar por estar embebido en otros asuntos académicos precisamente en estas mismas fechas, aunque espero leer pronto en alguna parte. Bien es cierto que la figura de Pereira, al que recuerdo enjuto y tan socarrón como de costumbre, pertrechado con su bastón en los últimos años, acudiendo a los actos de poesía de Villafranca, o a otros menesteres, es interminable, y se alimenta a sí misma, con todos los flecos memoriosos, ingeniosos, sarcásticos, que al peinar su prosa se desprenden, como si fuera un halo mágico que brota de sus palabras con la misma fuerza del primer día.

Antonio, cuántas veces te recuerdo. Cuántas veces te he recordado en todos estos años, que casi parecen una eternidad, aunque luego, mirándolo bien, parece que fue ayer cuando aún hablábamos. Aquellos días, los encuentros apenas fugaces en redacciones (La Crónica, claro), o luego en Madrid, la tarde del Café Gijón en la que me llevaste a conocer a los críticos de teatro, o en las mismísimas salas de Sierra Pambley donde ahora se glosa, como entonces, tu figura, o en casa de Javier, en Castrillo de los Polvazares, leyendo tus traducciones aquel día, bajo unos postigos, rodeados de estudiantes alemanes, y al lado de aperos y ferramentas, esas que tanto te gustaban. Y en algunas lecturas de poesía, con Colinas, por ejemplo, y con tantos otros.

Sin embargo, como conté aquella tarde de 2014, y como luego recogió puntualmente José Enrique Martínez, en uno de esos encantadores (no se me ocurre palabra mejor) breviarios de la Fundación, mis mejores encuentros con Antonio Pereira fueron siempre en el aire, en entrevistas radiofónicas, o bien en charlas larguísimas a través del teléfono (él en Madrid o en León, yo en Compostela, en Vigo o en Coruña), mayormente cuando había novedades. O, en otras ocasiones, sólo por ver cómo iban las cosas. Mi artículo en ese librito, ‘Últimas tardes con Pereira’, recoge modestamente, pero con toda la precisión y toda la fuerza emocional que pude reunir entonces, el contenido de esas entrevistas que fueron viendo la luz aquí y allá (alguna puede encontrarse en los archivos de la Fundación), y sobre todo la imborrable impronta que Pereira dejó en mí, como en tantos otros, no ya gracias a su escritura, sino precisamente a través de su gran poder de seducción oral, que era aún mayor, si cabe, que la que desplegaba mediante la escrita (como se dice en gallego).

La traducción al gallego, precisamente, de ‘Cuentos de la Cábila’ (Os contos da Cábila’) fue uno de los motivos de una de mis charlas telefónicas con él. Antonio conocía a Víctor Freixanes, y hablaba maravillas de su labor editorial, y le fascinó que Galaxia, que es historia viva del libro en Galicia, se interesara por aquellas narraciones. En realidad, más que fascinarle, sintió que así se cerraba un círculo que había empezado mucho antes. Cuando recuerdo ese verso de Llamazares, en el que se refiere a su pertenencia a la estirpe de los pastores de ganado, no puedo menos que recordar también a aquel Pereira que siempre me decía: «Mi padre era de la estirpe de los ferranxeiros de Fonsagrada». Sí, Antonio, sé que lo he escrito muchas veces. Y alguna vez más lo escribiré. «Hay muy buenas razones para que Galicia aparezca en mis libros», me decía. Quería adscribirse al Noroeste en sentido amplio, saltando las montañas, pasando el puente de Villafranca, «después del puente, ya se habla sobre todo gallego», y recordándome que el Caurel, o el Courel, le acercaba drásticamente a Novoneyra (‘País de los Losadas’), y todo eso estaba ahí, en su prosa, en territorio fronterizo sin frontera, en las montañas desoladas en las que se paren historias en invierno, entre los fogoneiros de Monforte, de los que tanto me hablaba, y todo eso estaba ahí, apretadamente, entre los aperos y las ferramentas de su padre, entre el aire de la ferretería, entre las bombillas Osram, rosca Edison, la fábrica de La Cepedana, todo en el territorio de las fiestas de verano, de los enamoramientos y las bicicletas. Y Pereira, sin embargo, a pesar de reconocer esa alma de los objetos, ese polvo de la memoria que anida en ellos cuando de pronto se descubren, mucho tiempo después, en sobrados y faiados, no era, no quería ser nostálgico. Al contrario, siempre me pareció moderno y contemporáneo, por mucho que me enviara sus tarjetas escritas a mano, pobladas con letras nítidas y pulcras como pocas veces vi, sus tarjetas rayadas en las que dejaba un eco literario, o un eco de Eça de Queiroz, al que le debe el título de esa humorada, esa ensoñación, esa tolada (como él la llamaba divertido), ‘La ilustre casa de los Pereira’.

De todo eso me acuerdo, Antonio. De todo eso, y de tu voz, ahí, pendiendo en el aire, como los pájaros en el atardecer. Te escucho, no sólo en estas grabaciones que conservo, y a veces oigo embelesado y algo triste, sino que te escucho sólo con pensarte. Tu voz de calma, y tu voz de ironía tan bien construida y moldeada que no hacía daño, sino que pasaba como una brisa tenue, como un trago de vino, construida con los materiales de la retranca del Noroeste. Diez años ya, pero aún estás tan cerca. Te seguiremos celebrando, hablando o en silencio.
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