14/04/2024
 Actualizado a 14/04/2024
Guardar

Cada vez que oigo a algún famoso fosilizado lamentarse de «las cosas que antes se podían hacer y ahora ya no» me vienen a la cabeza cosas que yo podía hacer antes y ya no: el pino, jugar al fútbol, trasnochar sin efectos secundarios… Demasiadas cosas. Sobre las que podía decir antes y ahora no puedo decir no encuentro ejemplos. 

Cuando dicen «antes», esos señoros y señoras tan compungidos como apuntalados a tribunas públicas suelen referirse a los años ochenta, «la década prodigiosa de la libertad de expresión» según sus protagonistas. Curiosamente se trata de la década en que triunfaban o disfrutaban de esa edad de oro llamada juventud. De inmediato cuaja la certeza de que tales quejas son el nítido eco de las que, a menudo sobre ellos y sus obras, hacían los carcas de aquella época. Solo que ahora los carcas son ellos. 

Más que libertad de expresión uno tiende a pensar que estas personas tan amordazadas como locuaces en realidad añoran aquella ausencia de réplica pública a muchas de las simplezas que solían proferir. Echan de menos la franquicia del monólogo, la despreocupación de no oír otras voces. Qué pelma la gente, no les dejamos en paz. No contábamos en los ochenta con la posibilidad de hacerles llegar a tan lacrimosas estrellas que, demasiado a menudo, estaban profiriendo memeces de tamaño cósmico, de ahí que, acostumbrados a un mutismo aquiescente, se quejen con amargura de la libertad de expresión de los demás que ahora, por primera vez, perciben. Muchos de ellos, señoritos de esa clase alta madrileña a cuyos brazos protectores regresan ante la hostilidad del medio, comandarían hoy el grupo de iracundos censores de los años ochenta.

También muchos se quejan, en el fondo y sin decirlo, de que no les llaman. De que ya no están todo el día en boca de todos salvo, tal vez, para una parodia que antes, cuando era la consecuencia de la fama y los beneficios, no molestaba tanto. Igual las cosas han cambiado. Otros, de que juzguen sus opiniones y no su trabajo como si eso no le pasara a todo el mundo.

Las únicas cancelaciones por razones ideológicas que se sepan hasta la fecha las ha promovido la extrema derecha –en alianza con ya saben quién– en lo que sí constituye un regreso al pasado, a cierto pasado anterior a los años ochenta. Esas suspensiones abruptas y arbitrarias han solido afectar a artistas de ahora y comprometidos, que si se quejan lo hacen con hechos probados y contratos rotos por causas inconfesables. El resto, ese batiburrillo de lo políticamente correcto y lo ‘woke’ con que la derecha pretende deslegitimar la crítica, ha acabado por comportarse de la manera en que el escándalo lo hace en las sociedades de consumo, un recurso más de la publicidad y la mercadotecnia. Escandalizadísimos, quizás como en los ochenta, pero no prohibidos.

Lo más leído