20/04/2024
 Actualizado a 20/04/2024
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Todo es más radiante. La luz invade espacios hasta ahora en penumbra. Las flores inundan las ramas de los manzanos. Los ríos desbordan alegría. La vida se viste de verde tras el largo y húmedo invierno y por fin podemos quitarnos la chaqueta, despejar las fosas nasales para percibir el aroma de las violetas, ver y ser piel, hacernos cosquillas bajo el sol.

En primavera, nuestro cerebro se vuelve una fábrica de dopamina. Esta hormona tan placentera hace que nos sintamos más predispuestos a salir, a asumir riesgos, a besar. La vida se llena de color. En primavera, no enamorarse debería ser delito.

Los científicos terminan por encontrar explicaciones racionales a algo tan emocional y sensitivo como el amor. La dopamina ayudará, seguro, pero el amor está en el aire, y ahora que podemos sentirlo sin miedo en nuestras bocas nos apetece dar bocado.

Visto así, la primavera es una especie de ‘locus amoenus’ que funciona como escenario perfecto para hacer volar a esas mariposas que ya estaban en nuestro estómago en enero, pero que dormían. Y, sin embargo, a pesar de esa pasión que nos corre por las alteradas venas, qué difícil es para muchas personas decir «te quiero», sobre todo para los jóvenes.

Seguramente confesarle nuestro amor a otra persona siempre ha sido un acto de valor. Que él o ella conozcan esa verdad nos hace vulnerables, es como quedarse desnudos bajo un diluvio tempestuoso, saltar al vacío sin paracaídas de soledad y abrigo.

Nunca ha sido fácil, pero ahora es más difícil. Hay muchas más preguntas y también muchos más miedos. También menos fe y una sensación absurda de haber sido engañados durante años por un amor romántico que solo han visto en teleseries porque muchos han crecido en familias desestructuradas o porque el futuro parece pintar bastos.

¿Qué podemos decirles a estos jóvenes que devanan madejas sin fin? Siempre ha habido niebla, pero como dijo Salinas: «No te detengas nunca cuando quieras buscarme».

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