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A veces llegan cartas

30/10/2020
 Actualizado a 30/10/2020
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Llueve, gotea, más bien, esta madrugada otoñal, dorada, rojiza, desnuda con arranque de cambio horario en todo el país y toque de queda desde las diez de la noche hasta las seis de la madrugada en lo concerniente a Castilla y León junto con varias comunidades más. Octubre recibe dichos cambios con acritud el correspondiente al toque de queda provocado por la subida al alza, muy al alza, del coronavirus o covid-19 y con una dosis de desencanto notable el relativo al cronómetro. Todos los años se cambia la hora. Dichosa hora. Particularmente no aprecio en ello ninguna ventaja, pero los mandamases son los mandamases. ¿O no?

Pego la mirada gotosa sobre los cristales, bueno, no tanto. Exagero. Siento que me alcanzan arrobas de paciencia. Me conviene. Regreso al escritorio. El pensamiento me coloca en el sitio correspondiente. Entonces surge Atosa, reina persa (500 a.c) que inventó la carta manuscrita que en 1840 pasó a ser la carta sellada conocida actualmente.

Y a propósito de cartas o epístolas. Sin temor a errar señalo que esta antigua forma comunicativa entre dos personas para conceder noticias, generalmente escrita, algo que manifiesta más o mejor la personalidad del autor, pues la caligrafía, elemento tan revelador de numerosos aspectos humanos, por ejemplo, en cualquier otra ‘maquinaria’ constituye una ausencia. Debo dar a conocer que me atraen las cartas un montón. Desde aquellas que son el pretexto para una canción como ‘A veces llegan cartas’ interpretada con ligeras variaciones conforme los dos textos componentes por las voces nada parecidas de Raphael y Julio Iglesias. Añado que me atraen una enormidad asimismo aquellas sin ningún otro aditamento que la propia escritura, ante todo las centradas en relaciones amorosas. Célebres resultan las de Napoleón dirigidas a su amada Rose Tascher, a quien él llamaba Josefina; también las de John Keats a Fanny Brawne («Casi deseo que fuésemos mariposas y viviéramos sólo tres días de verano. Tres días así contigo los llenaría de más placer que el que cabe en 50 años»); Charlote Brontë, constructora de Jane Eyre, a su profesor Constantín Heger («Pero usted me demostró en otros tiempos un cierto interés, cuando era su alumna en Bruselas, y me mantengo aferrada a ese poco interés. (…) Me aferro a él como me aferraría a la vida»).

Tras esta breve detención deseo hacer otra para mí más profunda o valiosa. Epístola a Carmen, poemario mío exigido por la cruel enfermedad de mi madre, Alzheimer, en realidad es una carta poética labiada de amor y sufrimiento. He aquí un fragmento: «Querida madre: / hoy que alborece octubre en mi / baranda/ de / destellos / zalameros zarzales sobrevuelan las aves para nada. / Aquí vareada de rotunda gravedad por esta amargor que se empoza / en las neuronas doliente e infinito / hacia la férvida vorágine vuelan las aves para nada. / Para nada llueve y concurre la franqueza más cruel. / Y en este golpe expansivo de súbita sacudida / para nada quiero las urces como albos caballos, / ni la doncella mansedumbre del vino en los labios, / ni la guirnalda de brillos matutinos».

El mundo epistolar, en ocasiones, es fundamental en la cinematografía. Muy ejemplarizante al respecto resulta la bella y muy premiada película ‘Il postino’, o sea, ‘El cartero y Pablo Neruda’, en español, basada en la novela ‘Ardiente paciencia’ de Antonio Skármeta (mientras escribo esto me entra la información de que el Consejo Extraordinario de Ministros, finalizado ahora mismo, ha decretado un segundo estado de alarma durante 15 días en estos siete meses más un toque de queda nacional. Todo sea por la desaparición del coronavirus cuanto antes y una mejora económica aunque suceda con cierta levedad. Sea).

Todo lo relatado anteriormente ha sido provocado por un paquetito certificado con dos ejemplares de La Nueva Crónica más un libro que he enviado hace un mes a mi amigo Francisco a Buenos Aires sin que llegase en todo ese tiempo, circunstancia que trajo a mi pensamiento a aquellos barcos migratorios, aquellos barcos de nuestros abuelos que desde La Coruña o Vigo a últimos del XIX y durante el trascurso del XX cruzaban el Charco con pasajeros gallegos y también, no lo olvidemos, por lo que nos atañe, con leoneses atacados por la falta de trabajo, la hambruna o la pobreza o miseria. Precisamente tales barcos tardaban en efectuar la travesía más de veinte días siempre, lo que me permitía pensar a mí, con tristeza, que mi paquetito o no llegaba ya, perdido vete a saber dónde, o lo haría más tarde yendo a remolque de los mencionados barcos de nuestros abuelos. A saber. Ya te vale. Bueno, en honor a la verdad debo apuntar que en la oficina central de correos, sita en San Francisco, con colas de una hora a diario todas estas fechas, preguntado por el tema el empleado que me atendió, amablemente por cierto, me respondió que ni idea, que tardaban mucho por el asunto coronavirus, es más, que España había cerrado momentáneamente, al parecer, el correo postal debido a la pandemia con algunos países, tal sucedía con Cuba. Total, tras vueltas y revueltas, superados veintinueve días Francisco ha recibido con gran felicidad el esperado envío. ¡Aleluya! ¡Aleluya!

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