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A la sombra del castaño

20/07/2015
 Actualizado a 16/09/2019
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Aquien alguna vez, en busca del perpetuo espectáculo de los Picos de Europa –tomando la desviación de Mansilla de las Mulas a Riaño–, le haya dado por aceptar la supremacía altiva de Rueda del Almirante desde su atalaya medieval, y hurgue por la dicha zona de Rueda y decida desviarse al fin hacia Almanza, desde Sahechores, se topará sin remedio a mitad de camino con un pueblín que, como muchos por estos lugares, ya no es lo que era, marcado por el trauma del olvido y el abandono de tantos pueblos leoneses. Y acaso, si coincide que el viajero es maniático a la hora de observar nuestra historia rural, le dé por investigar, fascinado por el tupido robledal que protege su encanto, la semblanza básica del pueblo que ni siquiera la señora Felisa logra reconstruir, obnubilada ahora por ese estropicio de la memoria que comienza a hacer mella en el descendiente –el firmante de este artículo– a la hora de poner nombre a sus habitantes y poder así echar la parrafada con ella.

Muchas de las casas –recuerda apenas el susodicho firmante después de cincuenta años– disponían de un horno que regalaba al amanecer por las calles del pueblo el efluvio goloso del pan. Todavía era posible el baño en alguna poza del río Corcos, guarida de peces y cangrejos y remanso donde las fuentes de las quebradas insuflaban su agua benefactora para que luego no pudiera reprochar el Esla merma alguna de frescura. Cada mañana, junto al caño, agrupaban al ganado para que el protagonista del turno comunitario lo encauzase hasta el monte. «¿Y dices que ya no hay vacas?», pregunta mi madre, sentada a la sombra del frondoso castaño de la casa donde cura sus dolencias. «Ni una sola: los únicos animales son las ovejas de César y sus mastines», contesto. «¿Y que ya no viene Barullo con los burros?». Le digo que quién era el tal Barullo. «Ay, hijo, qué tonto estás: llegaba al pueblo con dos burros y dos cajones en cada uno de ellos, y los tocaba que ni vieras con un palo, a modo de batería para atraer a las vecinas, y pregonaba: ‘Tengo toda clase de hilos, hiladillos, agujas, alfileres, alfileteros, botones para calzoncillos, navajas, tijeras, peines, pendientes, trenzaderas, escarpideras y todo tipo de utensilios para la costurera’».

Mi hermana y yo miramos a mi madre con el escepticismo del burlado. Le decimos que lo repita y vuelve a hacerlo con idéntica precisión y sonsonete. Ciertamente las puertas de su desmemoria no se abren a Barullo ni a sus burros. Ni al caballo en el que llegaba Manuel desde Cifuentes, dice, a cortejarla. Ni a los nombres y costumbres de quienes desaparecieron de la historia del pueblo para siempre: Vidal, Macrina, Felicidad, Orestes, Oliva… A todos ellos pone gestos y manías y los convierte de pronto en jóvenes que se dedicaban a la trilla durante el verano, o a la tala de leña en el monte o a la de aulagas que vendían en Mansilla a los panaderos. O a la de preparar con pericia el gocho para la matanza.

Por San Juan Degollao aparecía la banda de Kirico en el pueblo, y durante muchos años suministraron sus acordes deliciosos en los días de fiesta. «Los del año pasado no me gustaron nada», precisa ella sin concretar la razón. Y así debió de ser: el otro año por las fiestas llegaron como músicos unos intrusos que, tal como me aseguran, desentonaban a todas luces mientras tocaban y cantaban con descaro: «Rubia o morena me da igual/ Lo importante es el flujo vaginal. Rubia o morena me da igual/ lo importante es meterla en vertical», ripios groseros cuyo estribillo repetían ante el asombro de los acompañantes (niños, jóvenes y mayores) y ante la sonrisa inconsciente de mi madre, generosa con las viandas. Imagino que quien les contrató ignoraba su ‘prestigioso’ currículum en el que no tenían cabida siquiera las reglas del Catón para enhebrar, no importaba que fuera sin sustancia, algún pareado más oportuno. Y me preguntaba dónde estaría la Banda de Kiriko, o la de sus descendientes, para que se hubiesen arrancado con cualquier chunda chunda, algún pasodoble que hubiese incitado a sacar a bailar a la vecina, o alguna tonadilla regional que no dejaría de animar a cantar a coro a todos cuantos celebraron entonces la fiesta del 29 de agosto.

En Llamas de Rueda, el monte de robles y sus vallejos regalan ráfagas de aire fresco que atemperan este calor insolente venido nadie sabe de dónde, y en el patio, que por primera vez después de muchos años Felisa ha dejado sin cultivar, su hija ha renovado con rosas, parras, margaritas y enredaderas el espacio que ocupaban hileras de lechugas, tomates y cebollas. «Aquí se está a gusto, ¿verdad?», y la madre olfatea la brisa mañanera con deleite, como tratando de captar el aroma de los hornos, ya en desuso. «¿Y dices que ya no hay vacas?», insiste. «¿Y que ya no viene Barullo con los burros?» Y ante mi silencio, apremia: «¿Y qué fue de la banda de Kirico?». Y le digo que puede que vengan este año y toquen ‘A la luz del cigarro…’. «Es que los del año pasado no me gustaron», murmura. Y de pronto se adormece a la sombra del castaño.
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