Viejas distopías

Bruno Marcos reflexiona sobre la mítica 'Blade Runner' coincidiendo con el mes y el año en que Ridley Scott sitúa la acción de la película

Bruno Marcos
23/11/2019
 Actualizado a 23/11/2019
Rachel y Deckard en un fotograma de ‘Blade Runner’. | WARNER
Rachel y Deckard en un fotograma de ‘Blade Runner’. | WARNER
En realidad las distopías del futuro se hacen con pasado, con elementos más o menos clásicos lanzados al porvenir como a un espejo que nos devuelve nuestra imagen ya conocida. Las distopías parecen no cumplirse nunca pero en lo sustancial son cosas muy sabidas. La mítica película ‘Blade Runner’ que se basó en una novela de Philip K. Dick, está ambientada en este mes de noviembre de 2019 en el que estamos. Es decir que ahora estaríamos viviendo el tiempo en el que se produciría la colonización del espacio y la caza de unos seres perfectamente humanos creados por humanos que se habrían rebelado contra el final programado de su existencia.

Una de las muchas cosas fascinantes de ese film es la mezcla de futurismo y de escombros, de ciudad vieja en descomposición y coches voladores. Se ve una metrópolis en la que siempre es de noche y llueve perpetuamente, con mercados humeantes donde se puede clonar cualquier ser en un tugurio. La ciudad distópica de ‘Blade Runner’ es una especie de lugar de resignación con una dolorosa asimetría entre los avances tecnológicos y la vida diaria. Lo mejor en ella son los replicantes, copias humanas creadas tan perfectamente que no aceptan acabarse, que se preguntan como nosotros por su fugacidad, por su desaparición. Antes de que su pesquisa existencial vaya demasiado lejos se decide liquidarlos. Los androides llegan a la casa del ingeniero que los diseñó. Es un pobre muchacho con una enfermedad que le envejece y que vive sólo en un hotel abandonado con la única compañía de pequeños seres cómicos, siniestros y tristes, ensayos de su sabiduría genetista. Les lleva hasta su jefe, un genio de la biomecánica que ocupa un anciano piso lujoso. El líder de la revuelta de los que van a morir le formula las preguntas que se hacen a un padre, a un creador, a un dios: «¿Por qué ha de morir?». No hay respuestas. La criatura abraza a su dios, le besa y le asesina hundiéndole los dedos en los ojos. Antes este le había regalado su filosofía relativista, su poesía blanca: «…piensa que has lucido con una luz prodigiosa, con una luz especial que dura menos tiempo… ». Pero a él la felicidad recreada en los recuerdos, la plenitud retrospectiva, no le vale, él quiere brillar todo el tiempo, quiere vivir más, siempre.

Claro que no le quedará más remedio que aceptar los límites de su existencia. Ha asesinado nietzscheanamente a su dios como un buen superhombre, no puede conformarse con lo que le decía su padre biomecánico, ni con la poesía de Horacio porque ya no le quedan más días que capturar, no hay más ‘carpe diem’, existe orden de retirarlo, se le están paralizando las manos, le ha llegado la hora de morir.

Su último acto, efectivamente, es amar la vida salvando en el instante final a su asesino que escucha su maravillosa despedida colgado en la cornisa del rascacielos del hotel Bradbury, en cuya azotea las lágrimas de los que han atacado naves en llamas más allá de Orión o visto brillar rayos C en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser, se funden con la lluvia.

Esta es la historia. El fin de unos seres que en su plenitud descubren que son mortales, como los pastores de la Arcadia que pintara Nicolás Poussin en el siglo XVII. Son las distopías viejas, las mismas historias de siempre no resueltas, su enigma trágico.
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