Las ‘fiestas’ de la muerte

Campanas a muerte, velatorios en las casas, el cura y su comitiva con campanilla recorriendo el pueblo para administrar la extremaunción, pujar la caja y hasta hacerle fotos al niño muerto... parece la Edad Media, fue este sábado

Fulgencio Fernández
01/11/2020
 Actualizado a 01/11/2020
Un entierro en el Valle de Valdeón en el año 1964, los vecinos llevan la caja con el cadáver y acompañan al muerto y a la familia. | MANUEL MARTÍN
Un entierro en el Valle de Valdeón en el año 1964, los vecinos llevan la caja con el cadáver y acompañan al muerto y a la familia. | MANUEL MARTÍN
Los no tan mayores, en la España de los años 70 y hasta 80, pueden recordar en sus pueblos una enorme cantidad de ritos que hablan de lo que hoy nos puede parecer una extraña convivencia entre la vida y la muerte. Las fiestas de la muerte, que tenían su expresión más repetida en los velatorios, aquella forma de acompañar a los fallecidos y sus familias reunidos en su casa, a lo largo de toda la noche, en un encuentro que comenzaba siendo muy ‘recogido’ y se iba soltando a lo largo de la noche para desembocar en conversaciones «nada mortuorias» y no faltando algo que comer, tal vez recordando los mejores momentos en vida de quien se iba para siempre.

Éramos, en definitiva, un pueblo cargado de ritos funerarios, de fiestas de la muerte: el velatorio, la extremaunción, el viático, las ofrendas, el amortajamiento, el mes de las ánimas... y hasta la costumbre de hacerle una fotografía ‘vestido de domingo’ a los niños que morían en brazos de su madre.

Estos ritos estaban tan arraigados, esa cultura de la muerte era tan de nuestras gentes, que muchas veces encontramos testimonios que los explican a la perfección. En un viaje sobre el desalojo de sus casas para las gentes de Oliegos, porque cerraban el pantano de Villameca, aquellos vecinosno se atrevían a protestar por el trato recibido al ser expulsados de sus casas, en pleno invierno, cargando sus enseres en carros, pero varias mujeres mostraban abiertamente su malestar porque «no nos dejaron detenernos en el cementerio para despedirnos de nuestros difuntos».

Cierto que de ahí hemos saltado casi hacia el lado contrario, con una idea que tiene su imagen en cómo halloween le ha comido el terreno al Día de Todos los Santos, que, por otra parte, es prácticamente la única tradición de muertos que pervive. Sobre este salto el profesor de Antropología Social y Cultural Adolfo García Martínez lo define con evidente claridad cuando explica ¡ que «los ritos funerarios de hoy consisten en quitarse el muerto de encima». Los datos recogidos por este profesor son de nuestros vecinos del Principado de Asturias pero leyendo su trabajo parece aplicable en el viejo reino casi línea por línea.Recojamos una reflexión de García Martínez: «En los cementerios hay Cultura y mucho que leer. Antes, los muertos se enterraban en tierra (en la provincia de León hay pueblos en los que todavía se hace, como Genicera). El contacto entonces entre la vecindad era mucho mayor. Había que sacar unos restos para meter otros. Luego, llegaron los nichos hacía abajo, que ya era un signo de independencia, pero ahora, con los nichos en vertical, cada uno tiene su casita». Y esta evolución desemboca en la actual situación, con nichos, con espera en el tanatorio, incineración... «Hoy los ritos funerarios se resumen en quitarse al muerto de encima, se paga por ello y cuanto menos ocupe, mejor. Queremos ocultar la muerte. Dicen algunos expertos, que existe una pornografía de la muerte similar a la que antes se daba con el sexo, es decir, un ocultamiento. De hecho, empezamos a ocultarla antes de que la muerte física llegue. Los jóvenes, no quieren vivir con los viejos, se les aparta en vida y las residencias geriátricas son la ‘antesala’ de los tanatorios. En las residencias hay una muerte social, porque la vejez ha perdido todo su valor, perdió la sabiduría, porque su conocimiento no está en funcionamiento».Ese ocultamiento que señala el profesor García Martínez tiene una escenificación en el silencio de las campanas. La muerte se anunciaba a los pueblos, había toques específicos para decir que había un muerto y otro diferente para el entierro. Los campaneros repiten que no hay nada más triste en su oficio que «tener que tocar a muerte de un niño», es algo que, decía Pedro Delgado, campanero de Villabalter que alguna vez tuvo que hacerlo: «Unas veces tocas con lágrimas en los ojos y otras se te encoge el corazón... y cuando ves ese féretro blanco avanzar camino del cementerio...». Mientras tanto el campanero trata de seguir el ritmo del estribillo que se dice marcan las campanas: «Bien van, / van bien / bien van / pa la gloria van’».No hace falta que siga, se intuye perfectamente el dolor de quien toca.También hay pueblos en los que hay toques diferenciados. Cuando los toques eran tres el fallecido era un varón, dos toques nos hablaban de la desaparición de una mujer. Relacionada con los niños es, seguramente, otra de las tradiciones más difíciles de comprender hoy en día. Cuando la mortalidad infantil era mucho más frecuente no era extraño que la madre amortajara al fallecido con sus mejores vestidos y pidiera después un fotógrafo para inmortalizar al niño en sus brazos.

Puede resultar, resulta, extraña esta costumbre, pero es significativa la respuesta que dio una madre para justificarla. «¿Sabe usted otra manera de poderle dar un beso cada mañana a mi hijo?».

Estos ritos son más cercanos, más recordados, pero hay otro anteriores seguramente más olvidados. Como la extremaunción o el Santo Viático, que se le administraba al enfermo cuando la muerte parecía inminente. Carmen Herrero recoge cómo se celebraba este rito en Antoñán del Valle, Quintanilla del Valle y Vega de Antoñán: «Cuando una persona estaba enferma de gravedad se le administraba el Santo Viático y acudían todos los vecinos y amigos en procesión siguiendo al sacerdote. Las mujeres llevaban una vela (‘cerilla filera’). Esta procesión se acompañaba con las oraciones en latín del cura y de los más cultos del lugar; el resto rezaba la plegaria que conociera.

Mientras tanto se había preparado la casa del moribundo: luz, una mesa con un paño blanco y un vaso con agua. Se cuidaba mucho la apariencia: tenían sábanas en la cama y el suelo estaba barrido, pues todos debían ponerse de rodillas. Se aprecian referencias al ‘status’ social de la familia; por ejemplo, la riqueza se plasma en objetos tan cotidianos como el tipo de orinal, la clase de suelo -cuarto tablao- e incluso la posesión de un reloj de campana o despertador (un lujo en aquello momentos). Tras aplicar la extremaunción, el sacerdote, en nombre del enfermo, pedía perdón a los presentes por las ofensas realizadas».

Una estampa fúnebre era la del cortejo que acompañaba al sacerdote, sobre todo si era noche de invierno, con un monaguillo tocando la campanilla para avisar a los vecinos de la cercanía de la muerte de uno de los vecinos del lugar.

Había muchos más ritos en esta tierra, más fiestas de la muerte, el recuerdo de que en nuestros pueblos pocos días congregan más vecinos que el Día de Todos los Santos, algo que hoy, como tantas cosas más, no ocurrirá, no habrá fiesta de los muertos, que en una provincia como la de León ya es mucho decir.
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