El hombre al que le quitaron lo bailao

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
23/10/2022
 Actualizado a 23/10/2022
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Había emigrado a la ciudad a ganarse el cocido. Ahora, acudía a la bolera del barrio, metía los pulgares en las mangas del chaleco y decía entre satisfecho y desafiante: «¡A mi ya, que me quiten lo bailao!»

Llevaba un mes jubilado, y soñaba con regresar a su pueblo natal, donde tenía casa con corredor, hornera para curar la matanza y un huerto trasero por donde corría el regadío como un rezo. Esto añoraba, porque es propio del hombre acariciar lo que no se tiene y soñar con lo que se quiere tener.

En estas ensoñaciones anticipadas andaba cuando ¡zas!: la noticia en la prensa provincial: ¡el cierre inminente y a traición del pantano! Que aquello fue para Tarsicio como la sombra negra de un buitre sobre la cabeza de una res herida. Y nuestro hombre comenzó a ser lo que no había sido: ¡nadie!

Al poco ocurrió que su hijo empató de mala manera con una moza sin miramientos, se le metieron en Casa y le comían la pensión y el terreno. De modo que nuestro hombre comenzó a sentirse forastero en su propia casa. Que llegaba lo más tarde posible, porque allí ya no tenía ni voz ni voto. Y recordaba las palabras de la mujer de Job cuando este cayó en desgracia: ¡Reza, reza a Dios y muérete!

Poco después de esto salió a dar una vuelta, como de costumbre. Pero llegó el mediodía y aún no había encontrado el camino de regreso, ya fuera porque tenía como una niebla en la cabeza, o porque no tenía ganas de volver. ¿A dónde iba a regresar, si ya no tenía casa, ni pueblo, ni patria, ni raíces, ni memoria de si mismo?

Lo cierto es que lo encontraron sobre una piedra musgosa, como un tordo sin nido. A su amigo Juan lo llamaba Ponciano, y a su mujer Prisca le decía Natalia, como a aquella rapaza que tanto le gustaba cuando eran muchachos.

Cuando el mal de la melancolía se apoderó de su alma, resulta que rebuscaba y rebuscaba en los bolsillos del pantalón para sacársela. Y entonces, pues se meaba en los pantalones, como la fuente de su pueblo sobre la pila de piedra caliza.

Visto lo visto, lo internaron en una residencia donde permaneció callado el resto de sus días. Lo mismo que el hacha de hacer leña bajo los escombros de la casa paterna.

Los amigos cuchicheaban en la bolera: ¡al pobre Tarsicio sí que LE QUITARON LO BAILAO!
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