Carta a Noah

Carta escrita con desgarradora y nostálgica sensibilidad en la que la autora rememora un tiempo de felicidad con el amor de su vida, Noah

Teresa Rodríguez González
25/08/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Querido Noah: En esta carta me despido… Me despido de ti y de todos nuestros recuerdos. Nuestros recuerdos de niños, y de adolescentes, nuestros besos, nuestras miradas furtivas en la escuela del pueblo. Aún recuerdo tus ojos negros. Negros y brillantes como el azabache. Tu pelo moreno, aquella melena rizada, tan linda que tenías.

Aún recuerdo nuestros juegos en el patio de la escuela… nuestros roces con las manos inocentes, nuestras risas en los cumpleaños. Nuestros sueños de adolescentes, enamorados, imaginando tantos momentos. Nuestro primer baño en el río, juntos, nuestros cuerpos desnudos intentando descubrirse. Es una imagen que siempre he guardado en la retina de mi memoria. Desnudos, descubriéndonos entre la verde hierba del prado. Un goce que rememoro como si lo viviera en este instante.

Nuestros recuerdos, nuestros planes, nuestra vida, que poco a poco se fue haciendo realidad.

Cuando te marchaste a la ‘mili’ a La Coruña. Y volviste con aquel pelo cortado y aquella muñeca de marinero. Cuando aprobaste aquella oposición que te llevó lejos de mí. Y en aquella oposición estaba el principio de otra etapa de nuestra vida, el vivir juntos.

Yo, con aquella vieja maleta, me dirigí a Santander, desde nuestro pequeño pueblo de Salamanca, un viaje largo y lleno de ilusiones a nuestro nuevo piso, al lado de la playa.

Largos paseos por entre el bosque de pinos, de eucaliptos, con su estela olorosa en el aire húmedo del mar. Nuestros besos robados al tiempo, compartiendo cada segundo como si fuera el último, que nos permitieron conocernos aún más y amarnos hasta la extenuación.

Aún recuerdo nuestra ventana. La ventana desde la que se veía a lo lejos el mar, las puestas de sol y la luna. Una luna envidiosa que expiaba nuestro baile entre las sábanas, el baile de nuestros cuerpos, descubriendo cada noche, cada tarde, cada mañana, cada segundo… esos nuevos placeres de la vida, que nos entusiasmaban.

Aún recuerdo tu regreso sin avisar de los viajes, en los que tú te infiltrabas en aquella banda terrorista que asolaba la vida de otras personas. Tus regresos con flores olorosas, entre las que había mimosas, tulipanes, amapolas, la violeta, las rosas… todas las flores que perfumaban nuestra casa…. Nuestros días, en aquel paraíso escondido, que disfrutábamos tú y yo.

Recuerdo la luna llena, con jirones de plata, mirándose en el espejo del mar. Y la música de Richard Clayderman, hipnotizándonos con los sonidos del silencio, con los sentidos del alma.

Recuerdo aquel día que, con la mesa puesta, esperándote para cenar, llamaron al timbre. Presentí que algo estaba ocurriendo que no iba bien. Me ocurre a menudo, siendo capaz casi siempre de sentir cuando algo no va bien, y en ese momento comprendí que algún sueño se había roto. Tal vez se había quedado colgado en la comisura de la ventana. Aquella lágrima que descendía por la mejilla de mi cara, salada… como el agua del mar, que se podía escuchar a lo lejos. Con aquel quejido hondo que me anunció que te habías ido otra vez. Pero esta vez tu partida sería para siempre.

Aquel día te sorprendieron en aquel coche que te traía a casa, con una bomba lapa.

Ahora, yo también me despido, en esta carta, que te llevaré a nuestro pueblo salmantino y te la dejaré donde reposan los vestidos del alma, donde tus cenizas esperan a las mías. Con esta carta me despido de tantos momentos compartidos, de tanto amor. Me despido con la noticia de que nunca te pude hablar de la llegada nuestro hijo. Al que nunca verás.

Tu mirada perdida como el negro carbón, clavada en mi alma, de donde nunca saldrá. Ahí estas tú en ese ataúd de madera oscura. Aquel ataúd que ardió como ardían nuestros deseos en la noche, en nuestra casa cercana al mar, allí donde me esperarás, donde yo iré algún día, allá lejos, donde nuestros besos no tendrán final, en la eternidad.

Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León
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